Todo acto de venganza se sitúa en el proceso de un viaje: en tanto se busca activamente un cambio de estados, pasar del agravio a la restitución de la justicia, hay un cierto tránsito espacio-temporal, pero también emocional, que acontece desde el deseo de venganza hasta su consumación; no se es el mismo cuando se comienza algo que cuando ya se ha acabado. Es por ello que la obra de Kazuo Koike es particularmente paradigmática en este sentido, pues ya parte de la presunción de que hay una distancia entre el deseo de venganza y su ejecución — una mujer gesta el deseo de venganza, pero sólo su hija es capaz de llevarlo a término. Y como no somos los mismos cuando empezamos que cuando terminamos, todo acto implica siempre una parte de nuestro propio devenir. Aunque yo elija emprender una acción determinada, una venganza en éste caso, por una serie de causas y motivos el por qué la llevo a término y como siempre acontecerá de un modo diferente, con unos enrizamientos creados en el proceso, al cual estaban planteados en inicio. Lo importante del viaje no es quien acabo siendo, sino quien voy siendo por y en el viaje.
Negros abismos,
la ensangrentada nieve
llega a tu puerta.
¿Cómo podemos aceptar entonces el viaje como acontecimiento del ser, de un ser en particular, si quien lo emprende es alguien completamente diferente de quien lo inicio? Aunque Oyuki y su madre sean como dos gotas de agua siguen siendo dos entidades separadas, en tanto ya el hecho de que sean madre e hija condiciona una serie de experiencias vitales y temporales diferenciadas entre sí, por lo cual a priori no podríamos afirmar estar ante la misma venganza. Salvo que sí lo es. Aunque la venganza comience con la madre, una persona implicada de forma directa, y luego pase hacia la hija, una persona implicada de forma indirecta, el deseo es el mismo: se desea venganza por el mismo acto, con la misma necesidad de justicia, por la misma búsqueda de paz. Que la concepción existencial varíe de una a otra de éstas mujeres, que incluso durante el intento de venganza se vaya cambiando el estatuto de prioridades de la misma —pues de la incapacidad de mostrar filiación por lo masculino en la primera parte de la obra pasamos al reconocimiento de Miyanara como figura paterna, por ejemplo — , no significa que no sean el mismo individuo. En tanto les configura un deseo profundo que va más allá de lo meramente mundano, que incluso se confunde con cierta clase de angustia, son esencialmente la misma persona siempre.
Virtud helada,
no verás el invierno
dentro de casa.
El problema de todo viaje es que el final siempre es volver al hogar, aun cuando el hogar nunca es aquel lugar exacto desde donde partimos. El hogar cambia, se re-configura y modela según las vivencias que han ido ocurriendo a lo largo del viaje; el hogar no se encuentra en la memoria, en aquello que recordamos que era de uno u otro modo, sino que éste es aquello que llevamos siempre con nosotros cambiándolo a cada instante según cambian nuestros deseos: todo viaje es siempre una búsqueda imposible del hogar. Es por eso que el convulso viaje nunca acaba incluso cuando se pretende acabado. Si nuestro deseo concluye, si ya hemos cumplido nuestra venganza, aun quedan una infinidad de deseos subsidiarios por cumplir que habrán ido creciendo a nuestro lado de forma inadvertida mientras buscábamos cumplir aquello que ya damos por concluso. Esa es la terrible verdad de la existencia: nunca se agota, siempre se está en viaje, nunca se está más lejos del hogar que cuando se cree estar en medio de él. Nunca se puede abandonar el camino porque siempre hay una nueva etapa que quemar, y en el proceso de inmolación que esa supone siempre encontramos al menos otra por la cual seguir redecorando de motivos la casa que siempre llevaremos a cuestas.
Aquí no hay verdad,
busca en tenaces carpas
aquello oculto.
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