La esencia humana o al menos aquello que nos hace humanos es tan frágil como la máscara por la cual sostenemos ante los demás nuestra identidad. En la era de Internet esa identidad se camufla a través de las IP’s y los avatares que ejercen de nuestras mascaradas técnicas y sociales cara al basto mundo. ¿Qué ocurriría si para extender más allá esa identidad alternativa pudiéramos ser absolutamente otro? Entonces estaríamos ante Gamer de Neveldine & Taylor.
En principio el hombre era sólo un ente físico, el Demiurgo creo a los humanos a su imagen y semejanza para que le sirvieran con pasión en un mundo vaciado de significado. Un día, aquel que porta la luz según los luciferinos, aquel que repta sobre su vientre según los cristianos, los condenó y liberó a ver el mundo como representación; Lucifer concedió la razón y la esencia al hombre. El ángel caído que rompe con las reglas de un creador egoísta que esclaviza por un hipotético bien de sus súbditos es, precisamente, un relato tan religioso como político. Pero a la luz de la tumba de Dios el Demiurgo es aquel capaz de adquirir suficiente control político como para dominar a los hombres bajo el cielo, es Ken Castle, el creador de la red social Society y el videojuego Slayers.
Obviamente no hay Demiurgo sin mundo y ese mundo es el simulacro que se da en Society y Slayers auspiciado bajo la imposibilidad del estado norteamericano de mantener los servicios esenciales civiles. Esta hiperrealidad, este simulacro, basa su juego en controlar al absolutamente otro sin dejar de lado mi yo personal; nos concede la posibilidad de hacer cuanto deseáramos poder hacer pero que nos es imposible por las cadenas físicas o morales. Así vivimos una nueva libertad más allá de toda restricción que pudiera ocurrir hasta el momento salvo por un detalle: las personas que controlamos son personas de verdad. Los personajes de Society pagan con su esencia, con su radicalidad de ser yo, el trabajar en una red donde nadie actúa como realmente desea actuar. Si Marx nos plantea que en todo trabajo hay una enajenación de la esencia humana al producir un objeto en el sistema capitalista, en Society el producto creado es una (falsa) identidad del yo; nuestra esencia nos es absolutamente obliterada. Y en el caso de Slayers ‑presos condenados a muerte que combaten en un juego imposible de ganar- su propia existencia. Así se hace necesario un ángel caído que nos salve del egoista Demiurgo y ese es Kable.
El continuado uso de una cámara subjetiva nos presenta una doble realidad: una visión puramente de videojuego y, a su vez, una representación fehaciente de lo que se ve en verdad. Así la cámara subjetiva como representación de lo real es una navaja de doble filo en la que nos presenta sólo un fragmento de esa realidad que vemos a través de los ojos de Kable, el guerrero controlado. Sólo en el momento que el jugador puede comunicarse con el jugado, cuando hay una devolución de su esencia, de esa condición humana, es cuando esa visión subjetiva pasa a ser una representación de la realidad. Y sólo cuando se le libera ‑por sus propios medios o por medios ajenos- es cuando el ángel caído es capaz de iluminar al mundo de los humanos con su conocimiento, hacerles ver que son marionetas de su Demiurgo y, lo más importante, que pueden obliterar la esencia de la divinidad como el capital ha estado acabando con la suya propia.
Así la auténtica guerra es la que se sucede del hombre luchando contra un Demiurgo dementado que ve sus fuerzas mermadas por un ángel caído que se enfrenta cara a cara contra él, aun cuando en un pasado fue otro más atado a sus hilos de marionetista. La guerra que se da en Slayers, una guerra entre hombres, es una farsa ya que aunque fuera posible ganar jamás se permitiría recobrar la esencia perdida a ningún luchador. Sólo en la lucha contra el Dios el hombre puede encontrar la esencia que perdió durante el camino al vender su esencia al ‑hipotético- mejor postor. No importa cuan espectacular sea la guerra o hasta que punto el producto sea una excelente consecución de escenas de acción que hagan vibrar al espectador fascinado por la acción, la única muerte que vale es la del marionetista.
Y al final entre la rabia, el dolor y el conocimiento se acaba el más antiguo y reiterativo de los grandes relatos del hombre: la divinidad política que acaba con la condición humana de todos aquellos a los que consigue sublevar ante si hasta la inevitable destrucción de su culto por sus propios adeptos. O peor aun, como en Gamer, encontrar la muerte a manos del ángel que te confirió el poder eterno.
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