El mejor relato de terror, de Joe Hill
La costumbre, la rutina en nuestras vidas, puede llevarnos de una forma inadvertida hacia el desagradable campo de la desidia en cuanto se lo permitamos. Es por ello que cosas que en el pasado nos resultaban excitantes, vigorosas o interesantes, con el tiempo, sino se saben gestionar adecuadamente, se convierten en tareas tediosas y repetitivas que apenas sí aportan nada. Pero el interés de las cosas no se diluye por la pura repetición, algo que de hecho es imposible que no ocurra en tanto que lo que nos gusta ‑y, por nos gusta, debemos entender como el objeto, acción o contexto específico de nuestro deseo- siempre es igual y, por tanto, repetitivo, sino en su carácter de diferencia; el hastío nace de la indeferenciación absoluta de las repeticiones vitales. Cuando cada día es exactamente igual al anterior, cuando todo lo que haces es exactamente lo mismo sin ninguna variación singular, ni siquiera una mínima tangible, entonces nace el hastío, el aburrimiento, la acomodaticia obnubilación de los sentidos. En palabras de Trent Reznor: todos los días son exactamente el mismo / en éste no hay amor y no hay dolor; la repetición indiferenciada produce la anulación de cualquier componente evolutivo en una estancación constante en un tiempo y un espacio específico.
Este es el caso de Eddie Carroll, editor de la pestigiosa antología de relatos America’s Best New Horror, el cual ve como lo que en el pasado fue un amor desaforado hacia el terror se ha ido convirtiendo, paulatinamente, en un cierto asco hacia su lectura. Rehuyendo sistemáticamente sus labores, pero atado al generoso cheque que genera la antología, ve como su vida se va a la deriva entre escritores sin talento que intentan copiar sistemática y erradamente a los clásicos y enfermos mentales que vierten sobre el papel algunas de las fantasías más abyectas que cualquier hombre en sus cabales quisiera (no) leer. Este vivir desapasionado, vivir sin alma, ¿cuanto puedo soportarse?¿acaso alguien puede sobrevivir mucho tiempo viviendo en un eterno coitus interruptus donde todo aquello que en el pasado le hacia vibrar, le hacía sentir vivo, está ya, o eso parece, definitivamente muerto?
—Me hizo agujeros en los ojos y me dijo que después de hacerlo vio cómo mi alma se escapaba. Dijo que hizo el mismo sonido que cuando soplas en una botella de Coca — Cola vacía, la misma música. Después me cosió estos botones, para que no se me escapara la vida. —Mientras habla, Jim se palpa los botones con las caras sonrientes — . Quiere comprobar cuánto tiempo soy capaz de vivir sin alma.
Buttonboy: historia de amor le devolverá la fe al desvalido Eddie Carroll: le enseñará ese lugar detrás del muro, ese auténtico terror olvidado, que anida no ya en el papel sino en el reflejo de su propia alma. Una historia que ahonda en la psicología de los personajes, en su completa descomposición moral, recreándose en cada detalle truculento sin dejar nunca un perfecto tono uniforme dentro de un lirismo comedido; la obra maestra capaz de arrebatar el alma al que ya se había quedado sin ella. Peter Kilrue, autor del relato, había conseguido penetrar hasta lo más profundo de la psique rota de las victimas de un asesino tan metódico como salvaje produciendo una perfecta síntesis de como el hombre debe, necesariamente, aferrarse siempre hacia los deseos que se le permiten. Personas completamente destrozadas, obliteradas de la posibilidad de la existencia social normalizada, se aferran a los deseos periféricos del mundo, particularmente en forma de drogas, o directamente se lanzan hacia las simas oscuras de su anormalidad producida, como si el torturador (físico y psicológico) fuera el auténtico productor de un sui generis acto de amor: el monstruo es quien, a través de la destrucción de lo normalizado, constituye a el otro como su antítesis en la que formar síntesis.
¿Cómo alguien llega al retrato fiel de esas formas de pensamiento? Según nos deja entrever Harold Noonan, prestigioso, aun cuando caído en desgracia, editor de la revista True North Literary Review, toda la familia Kilrue está sumida en el más profundo de los siniestros ensimismamientos. El hermano del señor Eddie es una suerte de motero con un sobrepeso fuera de toda escala razonable que adorna su cuerpo entero con tatuajes macabros mientras el señor Eddie le hace, prácticamente con aleatoriedad, piercings que bañan de sangre su cuerpo desnudo mientras ven crímenes en VHS en un bucle infinito. Mientras tienen visitas. No sería dificil ver que si Eddie Carroll ha consagrado su vida hacia el terror, hacia sus formas eminente ‑y exclusivamente, en apariencia- literarias, Peter Kilrue es la antítesis que produce precisamente el deseo que este ya no encuentra en sus canalizaciones comunes; Kilrue experimenta los grados más alucinados de terror para sintetizar una droga, un deseo extremadamente puro, que reactive la pasión perdida de un auténtico seguidor del terror.
Cuando la búsqueda incesante de Kilrue de la mano de Carroll le lleva hasta los confines del mundo racional, a la mente desquiciada del más perturbador escritor de terror de la historia, todo se precipitará en el tour de force que todos habían soñado hasta el momento: el cazador, el creador de deseo, definitivo se enfrenta contra la presa, el consumidor de deseo, definitivo; sólo sobrevivirá uno, o quizás ni eso, pero ambos saben que han esperado toda su vida, se han estado entrenando toda su vida, para batirse victoriosos en este esquizofrénico duelo, la resurrección del alma perdida. La repetición es la constante lógica del mundo, en nuestra mano está saber paladear (y buscar) su diferencia.