Aunque las sociedades adquieran diferentes modos de conformación en último término hay una realidad inherente a todas ellas: se sustentan sobre el hecho de acumular la mayor cantidad de poder posible. Así cada persona tiene una cantidad de poder personal ante la cual tendrá que renunciar o ceder en un estado de derecho, ¿pero qué ocurre cuando la posibilidad de defensa se cede ante un psicópata? Entonces comienza el remake de 13 Assassins de la mano de Takashi Miike.
La era de los samuráis está muriendo y con ella se desvanece cualquier brizna de honor que pudiera quedar en el shogunato. El Señor Naritsugu se ceba sádicamente contra el pueblo bajo el paraguas de ser el hermano menor del shogun y ante ello incluso un antiguo samurái decide hacer seppuku sin resultado alguno; en la nueva era de Japón han de cambiar los métodos para mover el mundo. A la vista de los acontecimientos Shinzaemon conseguirá una tropa de doce asesinos ‑que se convertirán en trece casi por casualidad ya en pleno atentado- para llevar a buen puerto la liberación de la sociedad del repugnante Naritsugu. Lejos de acometer un talante dialogante o acciones pacíficas que impugnen el poder del corrupto, algo imposible dado el poder absolutista del shogun, eligen el camino del absoluto honor para defender los intereses del pueblo; el deber del samurái no es someter a los vasallos para hacerles ver que están por encima sino resguardarlos del dolor ante el cual se encontrarían en el estado de naturaleza. Estos ejecutores del antiguo régimen se dirigen en la ingrata tarea del asesinato político no por la preservación del orden que les beneficia, del cual es benefactor el objetivo, sino por defender los derechos de los japoneses. El nacionalismo vestido de honor es más fuerte que los privilegios.
El asesinato, muy lejos de ser algo similar a una batalla o un golpe de estado, es una auténtica guerra de guerrillas; a través del uso de explosivos y trampas de toda clase diezmarán las fuerzas de su enemigo en actos rayanos al terrorismo. Pero no están solos, toda esa parafernalia fue instalada por los habitantes del pueblo conscientes de la necesidad de combatir contra el hombre que les podría destruir por mero placer en el futuro. El honor, la cara más limpia del nacionalismo, japonés obliga a actuar siempre en favor de una suerte de bien común. El caso paradigmático de esto es la inclusión del treceavo asesino: un cazador llamado Kiga Koyata descendiente de una antigua genealogía de samuráis. Combatiendo con palos y piedras batirá a tantos enemigos como los demás y, no sólo eso, caerá muerto de una forma tan poco honorable como brutal. O no. Antes de acabar vemos que el es uno de los dos supervivientes a la matanza salvaje que ha acontecido en favor de todos. Él, el espíritu del hombre libre que preserva su poder de forma independiente a la sociedad, el exiliado, es un paradigma inmortal; él es el super-hombre que carece de toda filiación de honor, sólo defiende su interés de conseguir poder vivir en paz.
Cada uno tomará un lado del camino: uno marchará con una actitud jovial y el otro se recreará en su dolor, pero en ambos casos se convertirán en el paradigma del sueño de la modernidad; son el super-hombre nietzschiano capaz de vivir ajeno a la moral que atenazaba su visión. Pero a pesar de la destrucción de una de las encarnaciones del mal: En Mayo de 1844, fue reportado al Gobierno Central que el Señor Naritsugu cayó enfermo y murió. La guerra por la revolución es eterna, es la búsqueda imposible por el tiempo del ser desatado de sus condiciones.