La identidad es una problemática que entronca con soberanía sobre la cuestión de hacer hogar; toda identidad se define a través de aquellos lugares ‑físicos, mentales o sentimentales- que hacemos como propios. Esta trasmutación de lo ajeno a lo que siento como parte del yo, esta conmiseración de flujos divergentes, es nuestra estrategia fetichista para definirnos a través de elementos ajenos a mi mismo: yo soy mi casa y mis cosas. Por supuesto esta fetichización de la identidad no tiene porque circunscribirse exclusivamente a lo físico material sino que, en su propia condición de intangibilidad, incluso se podría reconducir hasta elementos no materiales ‑el alma, las palabras, o Dios en sí mismo-; tengo la necesidad de vincularme a algo que no puedo perder más allá de las condiciones materiales de esa identidad. Será en esa necesidad de inculcarme una identidad pretérita, algo que me defina más allá del espacio y el tiempo material, como llegaría hasta estos elementos etereos para constituirme a través de ellos. Estos elementos, a pesar de todo, podrían morir o, en último término, podríamos perderlos porque están fuertemente arraigadas a condiciones identitarias sedentarias; a pesar de su inmaterialidad están encadenadas a ciertas nociones específicas de un espacio y un tiempo. Entonces, ¿como podremos preservar nuestra identidad más allá de todo devenir? Eso nos lo explicaría Cascadeur en Walker.
A través de una canción que pliega dentro de sí las mejores condiciones del pop ‑música material, eminentemente física en su instrumentalización- y la electrónica ligera ‑música espiritual, eminentemente etérea en su instrumentalización- sintetiza la idea del caminante, de la entidad errante, como identidad exclusiva que se sostiene como único superviviente de la purga. De hecho la condición existencial de la que parte no podría ser menos agradable “Ahora me he perdido, he perdido el camino a seguir / Caminé durante millas hablando de mentiras, perdedor”, pues en ésta perdida existencial no hay posibilidad de que haya identidad: sólo conoce la sensación de estar perdido y la mentira. Pero también hay una perdida netamente esencial, del tiempo, y no sólo de la materia ya que “Ahora estoy perdido, voy a tirar mi vida por la borda, / como un espacio en blanco que está a la izquierda de mi asombro.”, lo cual produce que no haya ninguna posibilidad de redención para sí mismo. Como diría él: “Ahora me he perdido, he perdido mis palabras y mi alma, mis tarjetas y mis llaves, pero no mi nombre, un caminante.”; ha perdido toda su identidad sedentaria, todas aquellas cuestiones que le atan a un tiempo y un lugar, para convertirse en el eterno devenir nómada de lo diferente.
El protagonista no tiene nombre o, para ser más exactos, su nombre es la identidad existencial que presupone las acciones de su presente y no los hechos que le atan a sus acciones pasadas. El caminante se define como una entidad en sí en perpetuo devenir el cual no necesita de nada, ni siquiera conocer donde está, para poder construirse como una entidad netamente completamente: es un caminante y (no necesita) nada más. Es por eso que camina por el espacio, indiferente del tiempo, buscando ese más allá perpetuo donde seguir encontrando la magia de una identidad que se re-define en cada instante, que no se ata con ninguna idea preconcebida para con sí mismo. Por eso el caminante no tiene ni alma, ni palabras, ni lugar en el mundo pero sí tiene nombre, amor y entendimiento; el caminante es aquel que no ama porque vive, sino que ama absolutamente la vida y todo cuanto acontece en ella. Por eso la identidad del caminante es el caminar: es aquel que ama eternamente y sin condiciones.