la irreverencia adolescente se encuentra en la madurez

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Ryan Adams es el clá­si­co pe­sa­do. Es la cla­se de per­so­na que es ca­paz de es­tar to­da la no­che dán­do­le la cha­pa al ca­ma­re­ro so­bre lo rui­no­sa que es su vi­da o in­mis­cu­yén­do­se en cual­quier con­ver­sa­ción aje­na pa­ra llo­ri­quear con la más pe­re­gri­na de las ex­cu­sas. La úni­ca di­fe­ren­cia es que don­de en los pe­sa­dos só­lo hay vic­ti­mis­mo en Ryan Adams hay un asom­bro­so ta­len­to pa­ra la mú­si­ca. Y tan­to más con los Cardinals.

En III en­con­tra­mos un ai­re country muy fuer­te don­de Ryan se re­crea con mu­cho acier­to en can­cio­nes bre­ves, muy sen­ci­llas, pe­ro muy per­so­na­les. La re­pe­ti­ción de so­ni­dos y for­mas es la car­ta de pre­sen­ta­ción de un pri­mer dis­co que aun pu­dien­do pe­car de re­pe­ti­ti­vo en­tra con una fa­ci­li­dad pas­mo­sa. Es muy pro­ba­ble que sea por su so­ni­do fres­co y ju­ve­nil que fa­vo­re­ce la voz es­pe­cial­men­te dul­ce en es­ta oca­sión de Ryan al fren­te. El sen­ci­llo jue­go de gui­ta­rras tam­bién lo fa­vo­re­ce al dar­nos un buen uso del country del que ma­man, aun con sus de­va­neos in­dies. Y aun­que en IV te­ne­mos bá­si­ca­men­te una con­ti­nua­ción aquí es don­de to­do se des­ata en una ca­rre­ra de fon­do muy bien eje­cu­ta­da. La aper­tu­ra con la ma­ra­vi­llo­sa No, una can­ción que en­fa­ti­za los bue­nos ca­pri­chos vo­ca­les de Ryan mar­ca el di­ver­ti­dí­si­mo rit­mo a se­guir. Todo aquí es más ace­le­ra­do y pi­llo, ca­si co­mo si pa­sa­ran de ju­ven­tud sin más y se em­bar­ca­ran en ha­cer un dis­co que sue­ne a una ado­les­cen­cia tar­día, al vol­ver a los pri­me­ros amo­res y la pa­sión in­fan­til. Pero de eso tra­ta es­te III/IV, so­bre no per­mi­tir que el ma­du­rar ani­qui­le nues­tra pa­sión y nues­tra mi­ra­da ino­cen­te. En de­fi­ni­ti­va, tra­ta so­bre ser eter­na­men­te en la mi­ra­da de un alo­ca­do ado­les­cen­te con to­da una vi­da de di­ver­sión y des­cu­bri­mien­tos por delante.

No, des­de lue­go que Ryan Adams no ha in­ven­to na­da nue­vo en es­te dis­co pe­ro con­si­gue al­go muy bien, ha­cer un dis­co de so­ni­do ado­les­cen­te pa­ra gen­te que ya ha su­pe­ra­do la ado­les­cen­cia. Casi co­mo un exor­cis­mo de esa hi­po­té­ti­ca ma­du­rez que to­dos de­be­mos se­guir ‑lo que es en reali­dad un im­pe­ra­ti­vo so­cial por el cual de­be­mos ser en­tes pro­duc­ti­vos y na­da más- es­te dis­co es to­da una de­cla­ra­ción de prin­ci­pios; soy ado­les­cen­te y quie­ro se­guir sién­do­lo, al me­nos, otro dis­co más. Parafraseando aquel gran mo­men­to de Los Simpson, ya sa­ben, la pe­lí­cu­la de Barney es en­ter­ne­ce­do­ra pe­ro ba­lo­na­zo en la en­tre­pier­na es un ba­lo­na­zo en la entrepierna.

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