No es que la realidad sea rara, es que no existe. Maticemos: si bien existen unas mínimas convenciones que nos permiten conocer una existencia fáctica externa a nuestra mente —de no ser así ya estaríamos muertos— no existen convenciones ideales inviolables en términos mundanos; si bien no puede llover hacia arriba, porque violaría las leyes de la física, sí puede un hombre mentir durante más de diez años sobre su vida entera sin que nadie sospeche, aunque viole las leyes de la lógica. Aunque el sentido común es útil, aunque el conocimiento casuístico arroja probabilidades interesantes, no hay legislación científica que valga en los actos humanos. La realidad como entorno físico existe, pero la realidad como conjunto de normas inviolables fruto de la consciencia de su hipotética irrealidad, no.
El adversario es enigma por desvelar desde su título: siendo la historia de un hombre cuya vida se ha cimentado en mentiras, mentiras que explotaron en un asesinato múltiple donde sesgó la vida de todos sus familiares directos, mentiras que aún hoy le atosigan y aprisionan, es difícil saber a qué refiere Emmanuel Carrére con «adversario»; o peor aún, es difícil dilucidar entre todas las posibles opciones que ciernen al respecto: puede hablarnos del adversario que supone para sí mismo o para la sociedad, para su familia o para el sistema judicial, para la prensa o para Emmanuel Carrere. Adversario indómito e irresistible, enemigo al que daría gusto poder odiar, al cual no se puede ignorar ni pasar por alto porque ni es ficción ni real: es tan extremo su relato, tan inverosimil en sus actos, que sólo lo aceptamos en tanto hay indicios fácticos de su veracidad. Es tan real que sobrepasa los límites de lo real: no se sostiene bajo análisis riguroso alguno.
Que un hombre sea capaz de engañar durante más de quince años a familia y amigos, algunos de ellos muy íntimos, sin que nadie sospeche, suena como un acto imposible no tanto por indeseable, como por imposible en el acto de mantener la coherencia interna del metarelato construido —si pequeñas mentiras piadosas nos pueden conducir a laberintos de celos y suspicacias, ¿cuan imposible nos resultaría inventar una vida completa sin que alguien acabe sospechando? — ; pretenderse trabajando en la OMS, habiendo acabado una carrera de la cual nunca pasó del segundo curso —y lo más extraño, por metódico: a la cual le dedicó tiempo y esfuerzo como para aprobarla de verdad para salvaguardar su coartada: ahí tenemos respuesta para nuestras preguntas, para sostener una mentira de tal calibre es necesario dedicarle un esfuerzo tal como si se tratara de vivirla de verdad— e ingresando dinero como para mantener un alto nivel del vida cuando vivía del ibañesco sablazo suena como argumento de tebeo. Demasiado irreal para ser verdad, real por exceso de irrealidad.
¿Cómo abordamos entonces semejante imposibilidad fáctica? Popularmente, a través de dichos: en tanto «la realidad es más extraña que la ficción» no hay nada de pensar, que reflexionar, ya que la realidad es rara por definición —y, por extensión, no debemos darle más vueltas; el problema de los dichos, pensamientos de prestado, es que anulan cualquier posibilidad de reflexión: si Carrére hubiera pensado «la realidad es más extraña que la ficción», nunca se hubiera hecho las preguntas necesarias que le conducirían a escribir El adversario—; en realidad, ésto nos lleva a darle la vuelta a la cuestión: la realidad no es más extraña que la ficción, sino que somos más tolerantes con respecto de la irrealidad en la realidad que en la ficción. Hacemos preguntas a la ficción que no haríamos a la realidad. Cuestionamos sin problema en la ficción que nadie llame en más de diez años a la oficina de un hombre pero, antes de la telefonía móvil, ¿cuan común era llamar a un pariente o amigo al teléfono del trabajo? Si su trabajo le hacía moverse de la oficina a menudo, ¿no era más común comunicarse al busca? Si bien no aceptaríamos tales excusas en la ficción, en la realidad no nos queda otra: no nos cuestionamos tales intenciones, las suponemos como hechos dados por la costumbre.
Eso nos lleva a la ironía última, al hecho de que los allegados del protagonista no puedan no aceptar los acontecimientos en tanto objetivos, cuando lo que no aceptan es la ficción que se crea cuando se desvela la verdad: no pueden creerlo mentiroso, estafador, asesino: creen conocerlo; que lo sea queda más allá de la lógica, desmorona sus creencias mundanas. Es peligroso dar pábulo a la realidad como un sistema cerrado de creencias. Que sea criminal, mentiroso patológico, es inaceptable por irreal; la realidad es otra, realidad que es ficción incuestionada. Era pura ficción, era el argumento de una mala película de sobremesa de Antena 3, pero prefirieron seguir viviendo allí antes que en el sorpresivo giro que desvela la verdad.
Su mayor problema acabarán siendo aquellos que apoyan sus ficciones —teniendo en cuenta que todos apoyan sus ficciones, ya sean los que sólo ven en él un enfermo o un criminal, o quienes ven un cristiano renacido o un hombre que es imposible que no trabajara para la OMS; la creencia popular en una realidad fuerte, en una realidad externa a la mente de los individuos, condiciona sus efectos de realidad y, por extensión, apoyan su narcisismo controlador — , aquellos que dan cancha a su construcción interesada de la ficción de lo real. No hay en él ninguna conexión con lo real, ni siquiera cuando dice haber encontrado la religión, porque es otra ficción cómoda donde vivir: si hubiera encontrado la fe por sí mismo, podría ser cierto; cuando abraza la fe de mano de una voluntaria en la cárcel, está asumiendo una nueva máscara. Máscara que sólo oculta aquello que en realidad es: un ente vacío. Vacío como los demás, todos aquellos que aceptaron ciegamente su verdad, salvo que consciente de serlo: sabe que si deja de mentirse se desmoronará, descubrirá lo vacío de su existencia; los demás no pueden decir eso.
¿Por qué el adversario? Porque como el reverso de Dios es Satán, su adversario, su protagonista es el reverso de todos nosotros: aquello que en nuestro interior somos, el deseo de ser otra persona, de ser otra cosa, de fingir una vida que consideramos más plena, más satisfactoria, absoluta. El lado oscuro, el reverso tenebroso, el adversario de todos cuantos vivimos.