La problemática de la construcción de nación, volk en alemán, se produce desde el mismo instante que no es la producción de una entidad comunitaria de ninguna clase sino que es, necesariamente, un sentimiento de pueblo que se debe edificar a través de la luz guía de algo. Ese algo puede ser desde un guía espiritual del auténtico sentido del país, con su mayor aspectualización en los reyes absolutistas y en la figura del malogrado Adolf Hitler ‑o, al menos, malogrado como arquetipo del absolutismo absoluto que gusta ver al común de los mortales en él‑, siendo los guías que a través de la guerra nos llevan hasta el triunfo final del auténtico espíritu del pueblo. Cuando pasamos de la dictadura a la democracia, una dictadura camuflada de libertad, los aspectos propios a través de los cuales se configura la presencia del pueblo se ritualizan a través de otras formas menos agresivas: donde antes la guerra definía el auténtico espíritu del pueblo, ahora será el deporte en general y el fútbol en particular. Es por ello que, en cierto sentido, la diferencia entre Adolf Hitler y Sergio Ramos, en su carácter hegeliano de Espíritu de la nación, es sólo la distancia simbólica entre el objeto agente espiritual de la idea de nación propio de la dictadura y el objeto paciente espiritual de la idea de nación propio de la democracia.
Esta idea radical, pero no particularmente transgresora ‑en cualquier caso, es una obviedad que el auténtico faro del espíritu de España es el deporte del mismo modo que el de Alemania es la política‑, sería la que circunscribirían en toda su obra los eslovenos Laibach pero que subrayarían de una forma particularmente brutal en Volks, un disco conceptual sobre diferentes naciones del mundo. El interés radical que despierta como obra conceptual como el sinsentido profundo que inunda a la noción de pueblo en sí, pues siempre se define a través de una serie de aspectos que tienden siempre hacia el perjuicio de los que conforman el pueblo en sí, tendría una particular significación simbólica en el caso de la canción que más nos atañe a nosotros: España. Lo que pretenden Laibach con esta obra es poner en relieve el auténtico espíritu detrás de España, que es lo que caracteriza de forma profunda a eso que llamamos España; no hay una pretensión política o de plasmación de la representación de los acontecimientos, sino que quieren descifrar que valores perpetua la idea de la marca de la nación España.
Antes de entrar en materia se podría criticar, no sin cierta razón, el hecho de que Laibach es un grupo ambiguo que jamás se sabe si en verdad muestra aquello que pretende mostrar; su ambigüedad tiende hacia una postura que parece más de transgresión que de auténtico discurso ideológico de alguna clase. Si seguimos la opinión del filósofo esloveno Slavoj Žižek lo que practican Laibach no es ninguna clase de transgresión, porque no hay forma alguna de ironía en sus actos; todo lo que hace el grupo lo hace de forma determinantemente seria, pretendiendo mostrar aquellos aspectos de lo real que entran en contradicción entre sí que nos negamos a ver. Para estos deberíamos entender que dentro de la ideología capitalista está su mismo mecanismo de auto-destrucción, produciendo que cualquier noción que pretendamos a su respecto no pueda ser hecha desde el ataque exterior hacia ella ‑pues el capitalismo es flexible, puede apropiarse cualquier forma que pretenda contradecirle- sino que debemos llevar hasta el paroxismo sus premisas para hacer evidentes sus contradicciones. La pretensión de Laibach no es ironizar sobre las formas propias del capital, sino demostrar completamente en serio como la diferencia entre la democracia y la dictadura es de camuflaje y no de grado o de cambio de paradigma: la democracia es una dictadura donde se parece ser más libre que en la dictadura.
Partiendo de esta idea, lo que hacen Laibach en España es desmembrar como de hecho se produce la construcción del auténtico sentido de lo que denominamos de tal modo; no ironizan sobre el significado de España, sino que deconstruyen el significado que posee y ha quedado oculto bajo nuevas capas de significación superflua. Es por ello que en la canción hay un motivo que se repite de forma constante, la valentía, que se asocia particularmente con una fe desmedida bien acompañada de una pasión absoluta por la muerte; el español prefiere morir a ser derrotado, lo cual le lleva a ser necesariamente el amo de todos aquellos contra los que se enfrenta, en el más puro sentido hegeliano. El problema de esto es que el amo jamás se ve reconocido por el esclavo, ya que éste siempre será un ser inferior hacia el cual se dirige una fuerza que no tiene mérito en la victoria. El torero, principal figura articulada por Laibach aquí y supuesta figura primera de Lo Español, es aquel que se enfrenta en un duelo singular y descompensando contra el otro, contra el toro, en el cual sólo puede obtener la victoria o morir; el torero es el amo que derrota y destruye al esclavo en forma de toro. El problema es que el toro es un ser inferior y, por tanto, no puede reconocerlo: no hay catarsis, no hay reconocimiento, no hay nada. La corona de España es la corona del pobre, el triunfo del que nada gana en su victoria.
¿Qué es entonces el conquistador al cual ponen Laibach como figura primera de España en conjunto con el torero? Una figura que o vence y no se ve jamás reconocido viéndose en un eterno vencer para intentar ser algo que jamás será (un señor) o muere y se ve en un estado de paz definido por la absoluta miseria de su propia (in)existencia. El triunfo de España es siempre una derrota y su derrota es una mirada hacia lo que nunca ha dejado de ser, un gigante derrotado. Es por ello que el auténtico espíritu del país es esa derrota esencial que se produce por la incapacidad de aceptar su situación, de aceptar la muerte, y negarse siempre arguyendo una fe que va matando lentamente el espíritu; España es sólo en la derrota.
Esto hoy viene muy a cuento porque ocurra lo que ocurra, gane lo que gane España en el deporte, jamás dejará de ser un triunfo pírrico que no dice nada sobre nosotros y se define en esa corona del pobre de la que hablan Laibach. El triunfo en el fútbol ‑o el tenis o la fórmula 1- no nos van a conceder una mayor libertad social, política o económica, tampoco va a ser un triunfo cultural o científico que suponga un auténtico reconocimiento de los que están fuera, será una victoria ritual en la que la guerra se ha convertido en un deporte en los que hemos conquistado al prójimo que jamás nos reconocerá como sus auténticos señores; el otro nos reconoce por aquellos triunfos que logramos en nuestro crecimiento personal, no por aquella humillación que le infligimos hacia su persona ‑en el fútbol no se disfruta por el hecho de que el partido haya sido bueno, se disfruta la victoria aun cuando fuera inmerecida. El sino de España es ser el gigante muerto antes de nacer. Y cuando españoles orgullosos dicen estupideces como soy español, ¿a qué quieres que te gane? sólo refuerzan esa idea de la miseria absoluta que asola a un país que es incapaz de hacer algo que no sea estancarse en esa moral del amo y el esclavo, en ese pretenderse poderosos por vencer en una ritualización que nada significa.
¿Y qué hay de la catarsis que produce el triunfo? Se pierde por completo en la propia incapacidad de disfrutar del triunfo como algo que va más allá del mero derrotar al otro, de imponerse a él para que nos reconozca. La catarsis sólo se produce cuando el otro nos reconoce, cuando el que es igual que nosotros se mimetiza con nosotros mismos hasta conseguir que dos sean uno; en la victoria deportiva no habrá catarsis alguna, habrá un revanchismo que producirá que haya necesariamente dos: no se celebra el hecho de que dos se hayan hecho uno (que los dos equipos hayan creado un juego virtuoso y excepcional) sino que uno se haya impuesto sobre el otro. Es ahí que la moral del amo y el esclavo se cristaliza en todo su ser haciendo que el ganador esté por encima del perdedor, produciendo que la catarsis sea imposible porque no hay reconocimiento de ninguna clase más allá de la exclusión del otro. El fútbol, como el deporte en general, desde la perspectiva triunfalista de España es la corona del pobre que se nos da como reyes de los gusanos, no hay catarsis que produzca que haya un auténtico ámbito de lo sublime en el acto sino que, muy al contrario, hay una separación absoluta que sólo produce una falsa sensación de triunfo. La victoria en el deporte produce distensión y, por tanto, sólo sirve para recrearse en una falsa reconciliación. Cuando España gana al fútbol no ganamos todos, gana una nación que sólo se siente pueblo cuando humilla y destruye a alguien inferior.
El acto deportivo es, en último término, el patético camuflaje del acto de la guerra del mismo modo que la democracia es apenas sí un maquillaje de la dictadura. El triunfo en el deporte no va acompañado de éxtasis o triunfo, no hay catarsis o reconocimiento del otro, sino que sólo vale para seguir gritando que somos los mejores y requerir que en cada ocasión propiciemos una victoria nueva si no pretendemos morir simbólicamente; España necesita conquistar deportivamente a cada ocasión si pretende mostrarse como una nación auténtica, pues en el deporte como en la guerra sólo el que gana en cada ocasión está por encima del otro. Y en tanto España sólo puede reconocerse como nación imponiéndose sobre las demás, nunca estrechando lazos a través de la catarsis ‑como demuestran los constantes conflictos diplomáticos con la Unión Europea-, está condenada a ser el maloliente cadáver al que todos los demás quieren destruir por su incapacidad para aportar nada más que la destrucción completa de cualquier humanidad que no sea la suya propia.
Interesante artículo, pero quiero suponer que desconoce usted que el significado de malogrado es desaprovechado. De no ser así, ¿en qué considera que se ha desaprovechado a Hitler?
Malogrado como figura absolutista total y, si me apura, malogrado como figura de análisis que vaya más allá del uh, que malvado fue, lo cual va en relación precisamente con lo primero que he comentado al respecto: es malogrado porque no llegó a ser la figura total absolutista, aunque si nos valga de ejemplo singular al respecto; la próxima vez procuraré aclarar por qué alguien es malogrado cuando lo afirmo. Y gracias por lo de que el artículo es interesante.
El toro no puede reconocerlo pero, ¿el público? ¿sus iguales?. Fantástico artículo.
Salud.
Muy bien visto, sí. No creo que pueda ser el público quien le reconozca porque no es su igual ‑y obviemos aquí cualquier idea humanista preconcebida: un humano es, a priori, no más que un toro- ya que sólo es el toro quien lucha contra él hasta la muerte; el enemigo, aquel que es tan poderoso que se nos impone ante nosotros, es quien debe reconocernos ante su derrota. Los espectadores son, en el mejor de los casos, la extensión de la propia actitud (humanista, triunfalista) del torero y, en el peor, meros esclavos aclamando la victoria de su amo y señor. Aunque no tengo yo claro que el mejor de los casos no sea incluso peor que el peor en sí mismo.
Muchas gracias por su halago. Un saludo.
Este artículo es un puñetero prodigio de clarividencia. Potente artefacto.