Ikaruga, de Treasure
A pesar de que atribuyamos todo el peso de la cultura humana a la razón, la realidad es que la intuición juega un papel tan decisivo en ésta como el que se produce por la racionalización de los acontecimientos de lo real. Cuando expresamos un pensamiento dado en alguna forma cultural dada, sea cual sea esta, no tenemos por qué estar expresando intelectivamente algo certero en esta expresión, sino que podemos componer a través de éste una cierta intuición indefectible a través de la cual hurgar en un sentido que sabemos ahí pero no conocemos en sí; cuando yo leo un texto puedo encontrar en él referencias intelectivas, propias de la razón, que sin embargo no estuvieran en ningún caso dentro de la intencionalidad que le es propia a su autor: toda forma cultural tiene una intuición expresada en la creatividad, en un subconsciente en acción constante. Es por eso que cuando hablamos de otras actividades podemos afirmar a su vez que la razón no juega necesariamente un papel en ellas, siendo esa la razón por la que podríamos considerar que cuando saltamos con Super Mario hacia una nueva plataforma no estamos haciendo un cálculo racional de cuanto debemos saltar ‑porque para ello habría que hacer un cálculo físico que se escapa de nuestras posibilidades en el instante- sino que realizamos un salto intuitivo, un salto de fe. Y erraremos tanto como acertaremos.
En el caso de los videojuegos de Treasure esta intuición es llevada siempre con la más estricta vigilancia de que jamás se solape con la razón más estricta. Al ponernos al frente de una nave espacial con la que liberar al mundo de una amenaza interplanetaria, nos dan dos posibles focos de actuación, el positivo y el negativo, con los cuales absorberemos las dos clases de balas equivalentes en un bullet hell imposible; la razón que impregna cada rincón de Ikaruga se sostiene precisamente en su realización del binomio esencial: cada uno de mis escudos me defiendes contra las balas de cierta clase, ergo yo tengo que ir intercambiándolo entre sí; y la razón llega a su culmen con la memorización imposible de cada tramo, con el cartografiar de forma radical cada instante del juego en sí para saber como actuar en la mayor economía de movimientos posible.
Ahora bien, la idea racional que en éste se sostiene empieza y acaba aquí. A lo largo de todo el juego veremos que para sobrevivir hace falta ir contracorriente, cambiar nuestro polo esquivando balas para matar de forma más efectiva a los enemigos y así acumular de forma lo más constante y veloz posible una obscena cantidad de puntos. El espíritu zen que impregna toda la cultura japonesa ‑aunque el juego en sí se nos presente más bien taoísta, por la oposición inclusiva de los dos elementos- llega hasta el juego a partir de obligarnos a intuir de forma radical todo lo que va a ocurrir. La repetición constante de la partida, diez, quince, veinte, cien o mil veces será algo que acontecerá de forma tan natural como es para el aprendizaje del monje repetir sus koan otras tantas veces como nosotros muramos hasta comprenderlos de una forma no racional, a través de la más pura intuición. No hay memorización à la occidental, no hay una racionalización de los conceptos que se aplican a través del recuerdo estricto de lo que acontecerá adelantándonos así a ello, sino que queda inscrito de forma tan profundo en la memoria que actuamos en una danza fluída en el instante exacto que debemos actuar; en Ikaruga se sobrevive con la razón occidental, pero se gana con la intuición japonesa.
Pero esta intuición necesaria acontece no sólo en la forma estricta de su ejecución, sino que en su propia génesis se impregno de forma radical en ella. El compositor de la música del juego, Hiroshi Iuichi, tenía una completa carencia de los más básicos rudimentos de la composición musical cuando le encargaron dedicarse de esta; a través de samples y patrones secuenciales, pero mediando con un prodigioso oído bien domado por la intuición, consiguió componer la totalidad de la música del juego. Desde las grandilocuentes melodías hasta los vibrantes cantos post-industriales el consiguió concedernos una prodigiosa experiencia dentro del juego, que carecería de la efectividad que tiene en lo estético sin ella, pero también fuera de él. La música que firma con su intuición zen Iuichi no es más que la demostración empírica de la necesidad no de una razón práctica que nos guíe, lo cual sin duda ayuda, sino de una intuición capaz de hacernos alcanzar no tanto lo que deseamos como lo que de hecho en cada ocasión necesitamos. Viendo el juego en directo mientras componía las canciones, con una música arcana sonando en su cabeza, fue tejiendo a través de las formas de la intuición más pura todo aquello que debía estar en sí para adornar en su traje aquella experiencia catarsis que acontece en sí en el juego, indistinguiendo las formas de su creación de las formas con las que alcanzar la victoria en él.
Aquí el zen se nos muestra como el método a través del cual nuestro memoria no sabe que acontecerá en sí, sino que nuestros músculos y neuronas saben reaccionar ante los estímulos exactos cuando acontecen con independencia de nuestra voluntad misma. Como el karateka que se defiende de los golpes sin pensar en ello o el tirador que lanza las flechas sin apuntar, el jugador de Ikaruga necesita llegar a hacerse uno con su mando hasta el punto de que cada uno de sus dedos fluya de forma natural e independiente de sí a través de las diferentes palancas y botones. Hay que fluir no hacia o para el juego, sino que hay que fluir con el juego en sí. Cualquier pretensión de batir el juego, de adelantarse a él o ser en oposición suya, remitirá en el humillante fracaso que supone el intentar acotar con la razón algo que está preparado para que sólo pueda ser batido comprendiéndolo de forma tan profunda que se puedan sentir las balas incluso antes de verlas. Ese es el flexible camino del zen, piloto de Ikaruga.