Quizás uno de los mayores triunfos del capitalismo sea el haber conseguido la mercantilización del tiempo libre; el “no hacer nada” después del trabajo ha derivado, hoy por hoy, en un acto continuado de consumo. Por ello el hombre contemporáneo es incapaz de no hacer nada en absoluto: está educado para, en su tiempo libre, ser igualmente productivo para los movimientos productivos de la sociedad. He ahí que nuestras vacaciones y festivos sólo tengan sentido no ya en tanto momento de auténtico relax sino como el instante de una perpetuación de nuestra eterna actividad, y ahí se circunscribe el corto premiado en Sitges conocido como “Brutal Relax”.
En el videoclip nos encontramos con una entidad de tono físico à la Bud Spencer conocido como Olivares que resulta ser un psicópata religioso que, después de un fuerte tratamiento psiquiátrico, parece tener las condiciones mentales mínimas ‑muy mínimas, por otra parte- para volver a ser insertado en la sociedad. Para asegurarse que es así vivirá unas vacaciones en las idílicas playas de Ibiza donde podrá relajarse sin problemas. O al menos podrá hacerlo hasta que un grupo de demonios aparecidos del mar comiencen a masacrar a todos los habitantes, cosa que a él no podría interesar menos. Y es que Olivares no es un héroe: es un trabajador; un profesional de la ultra-violencia. Sus actuaciones de un gore encantadoramente desproporcionado, como las de los monstruos marítimos, no obedecen a un sentido del deber cívico sino al sentido del deber profesional: tengo que destruir sistemáticamente a cuantas entidades completamente diferentes a mi se pongan ante mí para poder así descansar en esta santa paz sanguinolenta producida a través del uso certero de sus manos desnudas; sólo en la (in)actividad, en el trabajo productivo del movimiento de capital ‑intelectivo, físico o laboral‑, el hombre moderno puede descansar en paz.
Su final, rallando un candoroso absurdo, subraya esa necesidad de Olivares de cosificar su voluntad vacacional a través de la actividad: todas las fotografías que toma son sosteniendo algún pedazo de cadáver. Pero esto es subrayado fehacientemente incluso antes cuando el único momento en que empieza a sonreír de verdad es cuando parte por la mitad a uno de sus viscosos rivales. Y es que el hombre contemporáneo, profesional antes que ciudadano o cualquier otro hecho devenido, nace en un paradigma donde la acción, la eterna transmisión de información o productos, es una necesidad perpetua. He ahí el sentido de las fotos de las que hablaba antes: incluso cuando se está relajando necesita cosificar, hacer un producto de esos momentos en vez de vivirlos, a través de su captación en fotografías. Por eso la vida del hombre contemporáneo es sólo un eterno devenir en profesional, pues sólo hemos sido educados para estar eternamente produciendo información y productos para el mercado. La cosificación del hombre fue convertirlo en un eterno profesional del capital.