No hay camino, conductor del deseo (y IV)

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The Belgrade Phantom, de Jovan B. Todorovic

Si al­gu­na vez se ha pre­ten­di­do crear un hé­roe na­cio­nal ba­sa­do en el ac­to re­vo­lu­cio­na­rio pu­ro, aquel que es una re­vo­lu­ción ca­tár­ti­ca des­de un sí mis­mo, no ha ha­bi­do un peor lu­gar du­ran­te el si­glo XX pa­ra eri­gir­lo que en la Yugoslavia de la NAM, miem­bros no alie­na­dos. Sin em­bar­go du­ran­te el ’79 un con­duc­tor des­co­no­ci­do al vo­lan­te de un Porsche-Targa 911‑s ro­ba­do a un tu­ris­ta ale­mán pu­so en ja­que a la po­li­cía du­ran­te diez días con­du­cien­do por to­da la ciu­dad de Belgrado de­mos­tran­do que sus do­tes de con­duc­ción eran su­pe­rio­res a cual­quier es­tra­te­gia o ac­ción po­li­cial; un jo­ven des­co­no­ci­do, un con­duc­tor anó­ni­mo, de­mos­tró ser el úni­co hé­roe de sí mis­mo. Es por ello que en la ciu­dad pron­to co­men­zó a au­men­tar la le­yen­da de ese con­duc­tor des­co­no­ci­do, de esa per­so­na cu­ya iden­ti­dad na­die co­no­ce, al que no tar­da­ron en lla­mar El Fantasma.

¿Por qué El Fantasma? Desde lue­go se le pue­de lla­mar así por­que se des­co­no­ce su iden­ti­dad, que es el ca­so más ge­né­ri­co de aná­li­sis que se po­dría ha­cer a su res­pec­to, o tam­bién por la im­po­si­bi­li­dad de su cap­tu­ra, pues se des­li­za cons­tan­te de to­da pre­sa que se ha­ga an­te él, pe­ro el in­te­rés ra­di­cal que tie­ne ese mo­do de lla­mar­le es otro. El Fantasma elu­de al ca­rác­ter es­pec­tro­ló­gi­co de su iden­ti­dad, el ser el fan­tas­ma de un tiem­po an­te­rior don­de las per­so­nas te­nían li­ber­tad pa­ra po­seer, pe­ro tam­bién pa­ra ser, al­go más que lo que el es­ta­do de­ter­mi­na­ba que de­bían y me­re­cían; El Fantasma no era só­lo una en­ti­dad en fu­ga, im­po­si­ble de aprehen­der, sino que tam­bién era el es­pec­tro de ese pre­sen­te po­si­ble in­de­ter­mi­na­do en el cual aun es po­si­ble una ca­tar­sis re­vo­lu­cio­na­ria. Es por ello que él se iden­ti­fi­ca pri­me­ro con el lo­co que se atre­ve a de­sa­fiar la po­li­cía en un lu­gar pa­cí­fi­co has­ta que, len­ta­men­te, se le acep­ta­rá co­mo el hé­roe que dig­ni­fi­ca el au­tén­ti­co de­seo de las ma­sas: ser es­pí­ri­tus li­bres ca­pa­ces de al­can­zar una au­tén­ti­ca re­vo­lu­ción so­cial le­jos de las con­for­ma­cio­nes es­ta­ta­les alie­nan­tes. Aun en el seno del co­mu­nis­mo del si­glo XX el re­vo­lu­cio­na­rio si­gue sien­do ba­tai­lleano, pues só­lo en la ca­tar­sis, en el cum­pli­mien­to ul­te­rior del de­seo, al­can­za esa en­ti­dad he­roi­ca del revolucionario.

El con­duc­tor ‑tan­to Driver de Drive co­mo El Fantasma- es aque­lla con­for­ma­ción de la iden­ti­dad a tra­vés de la cual se pro­du­ce la sín­te­sis per­fec­ta en­tre el de­seo y la ac­ción, en el cual el ser co­mul­ga con los lí­mi­tes del mun­do ha­cién­do­se uno con el mis­mo. El (au­tén­ti­co) con­duc­tor es una en­ti­dad re­vo­lu­cio­na­ria en tan­to es uno con el vo­lan­te, con los pe­da­les, con el mo­tor y con ca­da cen­tí­me­tro de plás­ti­co, me­tal y po­li­es­ti­reno del co­che; el con­duc­tor es su co­che ya que su amor ha­cia él es tan pu­ro que se pro­du­ce en una sín­te­sis con él, el con­duc­tor es el co­che en la mis­ma me­di­da que el co­che es el co­che: es una (im)posesión mu­tua, pues son. De es­te mo­do la bús­que­da del ac­to re­vo­lu­cio­na­rio es aque­llo que pa­sa ne­ce­sa­ria­men­te en el ha­cer­me uno con el mun­do, el al­can­zar ese es­ta­do de co­mu­nión con el uni­ver­so, de amor pri­mor­dial ha­cia el otro, que yo soy in­dis­tin­gui­ble de él por­que no sien­to na­da co­mo ajeno de mi. El con­duc­tor es aquel que sien­te el mun­do a tra­vés de su co­che co­mo el fluir cons­tan­te de un uni­ver­so que le li­mi­ta y, en tan­to le li­mi­ta, le ha­ce li­bre; el uni­ver­so se mue­ve a tra­vés del conductor-coche, no al revés.

Por ex­ten­sión de lo an­te­rior po­de­mos com­pro­bar, por dos mo­ti­vos, por qué El Fantasma es una en­ti­dad que pro­du­ce una ca­tar­sis re­vo­lu­cio­na­ria, aun en su mo­de­ra­ción, en­tre los ciu­da­da­nos yu­gos­la­vos: por ser un agen­te exógeno y por ser una sín­te­sis sis­té­mi­ca. En tan­to agen­te exógeno pro­ce­de, ne­ce­sa­ria­men­te, del ex­te­rior lo cual in­su­fla una nue­va vi­da al sis­te­ma, si to­do ám­bi­to re­vo­lu­cio­na­rio o de­sean­te se ha­bía per­di­do al mos­trar­se en fu­ga ha­cia el ex­te­rior el agen­te exógeno in­tro­du­ce una nue­va do­sis que se re­la­cio­na en una sín­te­sis sis­té­mi­ca a tra­vés de la au­sen­cia re­vo­lu­cio­na­ria, con la re­pre­sión del de­seo, con lo otro , que pro­du­ce la evo­ca­ción de los lí­mi­tes de re­pre­sión, tan­to del fan­tas­ma co­mo de los ciu­da­da­nos, que les per­mi­ten di­lu­ci­dar que, efec­ti­va­men­te, son li­bres en tan­to en­ti­da­des en re­pre­sión. El Fantasma só­lo en­cuen­tra el au­tén­ti­co pla­cer de la con­duc­ción cuan­do se mues­tra en opo­si­ción a los lí­mi­tes del mun­do: la po­li­cía. Él con­ti­nua­men­te se ve ne­ce­si­ta­do de de­mos­trar que es su­pe­rior, que pue­de ba­tir­los aun cuan­do ellos son cien­tos y él uno só­lo, por­que don­de ellos son el lí­mi­te de cuan­to exis­te en el mun­do él es el mundo; él es la de­mos­tra­ción de la li­ber­tad re­vo­lu­cio­na­ria que se opo­ne a la con­for­ma­ción au­to­ri­ta­ria que im­pri­me lí­mi­tes a la li­ber­tad, sin la cual no po­dría exis­tir li­ber­tad. El Fantasma, co­mo to­do buen con­duc­tor de­sean­te, dis­fru­ta de la con­duc­ción en tan­to es el mun­do pe­ro exis­ten lí­mi­tes a su mun­do que de­sa­fiar, que superar.

Lo que nos pro­po­ne Jovan B. Todorovic es la per­fec­ta vi­sua­li­za­ción de es­ta ar­mo­nía. Ante la im­po­si­bi­li­dad de pre­sen­tar la reali­dad an­te la mi­ra­da de la cá­ma­ra, pues ape­nas sí es la ex­ten­sión de la mi­ra­da sub­je­ti­va del hom­bre, nos ha­ce con­fluir en un mis­mo re­la­to la re­cons­truc­ción fan­ta­sio­sa y sub­je­ti­va de lo ocu­rri­do en con­so­nan­cia con el cons­tan­te apun­ta­la­mien­to de los de­ta­lles y opi­nio­nes de aque­llos que es­tu­vie­ron pre­sen­tes en­ton­ces; en la pe­lí­cu­la se apun­ta­la la reali­dad de El Fantasma a tra­vés de la per­fec­ta con­jun­ción de lo real (sub­je­ti­va en tan­to me­dia­da) y de la fic­ción (ob­je­ti­va en tan­to fic­ción). El Fantasma es ese de­seo de lo que po­dría ha­ber si­do, es esa dis­po­si­ción cua­si fic­ti­cia a tra­vés de la cual se cons­tru­ye la sín­te­sis que nos de­mues­tra que la li­ber­tad só­lo es po­si­ble en el ám­bi­to de la lu­cha, de la fu­ga, del no­ma­dis­mo; el de­seo só­lo se ar­ti­cu­la co­mo un per­pe­tuo avan­ce ha­cia ade­lan­te, pues to­do es­tan­ca­mien­to es represión. 

¿Cómo de­be­ría­mos con­si­de­rar en­ton­ces al con­duc­tor, aquel que es uno con el co­che y con el mun­do? Sería aque­lla en­ti­dad más real que lo real, tan real que es ne­ce­sa­rio alu­dir a la fic­ción de la po­si­bi­li­dad pa­ra aprehen­der su iden­ti­dad ‑pues The Phantom of Belgrado es y no es so­bre Vlada Vasiljević, es so­bre El Fantasma‑, que es ca­paz de ha­cer­nos ver más allá de nues­tra co­ti­dia­ni­dad; el con­duc­tor es aque­lla en­ti­dad me­ta­fó­ri­ca, tan per­fec­ta en su dis­po­si­ción ha­cia la vi­da, que nos obli­ga a mi­to­lo­gi­zar su fi­gu­ra por­que lo ne­ce­si­ta­mos co­mo con­tra­po­si­ción de no­so­tros mis­mos. El Fantasma, co­mo Driver, es una en­ti­dad mi­to­ló­gi­ca an­te la cual uno se com­pa­ra y se si­túa en re­la­ción de di­fe­ren­cia y, por tan­to, se si­túa co­mo la fi­gu­ra a amar: si el con­duc­tor ama al co­che de tal mo­do que es él, el hom­bre de a pie ama al con­duc­tor de tal mo­do que es él; en la me­ta­fo­ri­za­ción del con­duc­tor, del re­vo­lu­cio­na­rio, del hom­bre de­sean­te, se le si­túa co­mo pa­ra­dig­ma an­ti­té­ti­co del yo a tra­vés del cual edi­fi­car­nos en sín­te­sis. Por eso to­do con­duc­tor del de­seo es el no ca­mino, por­que él es en sí el ca­mino y el lí­mi­te de lo po­si­ble, y por eso mis­mo no­so­tros de­be­mos no imi­tar­los sino pre­ten­der co­lo­ni­zar ese ser-el-mundo en con­tra de nues­tro siem­pre ob­so­le­to ser-en-el-mundo. El con­duc­tor es só­lo el re­fle­jo del au­tén­ti­co de­seo del hom­bre, la li­ber­tad in­con­di­cio­nal que ex­plo­ra y em­pu­ja to­dos los lí­mi­tes de un mun­do que es real más allá de lo real, que exis­te aun cuan­do no­so­tros no lo sentimos. 

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