Our love is real, de Sam Humphries
La verdad absoluta es, en todo lo que corresponde al ser humano, una utopía inalcanzable que genera en su parecer de forma constante el germen de toda distopía. La verdad es una realidad auto-producida que se da sólo en el seno de cada cultura en particular, que realiza una determinada observación en la cual se crean una serie de valores específicos de certeza como delimitador de su propio horizonte de sentido; la verdad es siempre algo fluctuante, nunca estático, sino construido a través de premisas determinadas. No existe nada innato en el hombre, sino que todo es creado y, por extensión, nada es verdad de forma absoluta.
¿Significa esto que todo vale, como generalmente se ha acusado a la filosofía continental de predicar? Nada más lejos de la realidad, porque si bien sí existe verdad absoluta dentro de la ciencia —porque en esta existe una connotación de necesidad que no existe en ningún actuar humano: la gravedad es así y no podría ser de otro modo; nuestras observaciones políticas siempre podrían ser otras — , si que existen injerencias particulares a través de las cuales se establece un cuestionamiento profundo de las misma. O en palabras de Michel Foucault: es el discurso, a la vez, de la irreductibilidad de la verdad, del poder y del ethos, y el discurso de la relación necesaria, de la imposibilidad de pensar la verdad (la aletheia), el poder (la politeia) y el ethos sin una relación esencial, fundamental, de los unos con los otros; no es posible pensar la verdad sin cuestionarse a su vez las relaciones de poder y la ética propia del horizonte donde está circunscrita esa verdad determinada —y, de hecho, cualquiera consideración de una verdad absoluta que ignore las otras dos siempre acaba en catástrofe, en sistemas políticos en sus formas absolutas: ignorar el poder se da en la dictadura, la ética en la tecnocracia, la verdad en la teocracia.
A partir de ésta exégesis foucaultiana Our love is real se nos presentaría como un encantador proceso a través del cual visibilizar como la verdad es siempre un constructo dependiente de ese triple nivel de verdad (verdad, poder y ética) partiendo de una premisa muy particular: en un futuro cercano el SIDA ha sido erradicado, todo vale en el sexo. Un policía con una perra por amante y un andrógino hippie geofílico entran en conflicto abierto por encontrarse, al tiempo, tanto atraídos mutuamente como repugnados por los hábitos sexuales del otro — el conflicto, elegantemente resuelto para la complejidad que alcanza en sus escasas páginas, se da precisamente en como cada uno de ellos considera que sólo su propia forma de amar es posible; ¿cómo es la forma correcta de amar? La nuestra, porque la de los demás, si no aprendemos que nuestras connotaciones de verdad son flexibles, siempre nos parecerá una forma aberrante que no merece ser llamada amor. Creemos que nuestra verdad es la única que vale porque estamos en un determinado horizonte de sentido que nos determina, que nos señala que es aquello que puede ser entendido como verdad.
La diferencia entre amar a un perro o una piedra, el tener sexo con una u otra, no se da tanto en el estatuto de verdad que éste posea tanto como en la relación de fuerzas que exista entre la verdad, la ética y las relaciones de poder que se circunscriban en una cultura. En tanto las relaciones de poder en el mundo que desarrolla Sam Humphries se abre la posibilidad de un amor absolutamente libre, el cuestionamiento que se reprochan los unos a los otros es que, en último término, o bien que no es ético mantener relaciones sexuales con un animal o bien que no es verdad que se pueda mantener relaciones sexuales con piedras. El problema de la zoofilia elimina la problemática de la verdad porque es obvio que es verdad que se pueden mantener relaciones sexuales con animales —biológicamente hay una serie de equivalencias lógicas entre los cuerpos que permiten que haya una relación común entre ellos — , pero nos suscita un problema ético porque los animales de hecho no son en absoluto conscientes de esa relación: ¿es ético mantener relaciones sexuales con un ente con el cual no podemos comunicarnos y, por extensión, no podemos conocer sus deseos? Esa es la pregunta que determinará la verdad (cultural) de la <oofilia; el problema de la geofilia elimina la problemática de la ética porque es obvio que es ético mantener relaciones sexuales con piedras —las piedras son entes no-sintientes y, por extensión, no hay nada malo en ello — , pero nos suscita un problema de verdad porque las piedras de hecho no son en absoluta una fuente de sexo: ¿es verdad que es posible mantener relaciones sexuales con un ente con el cual no existe una equivalente física a través de la cual mantener una relación auténtica?
A través de esta doble vía en todo el relato se va tejiendo una doble problemática que queda resuelta sólo en tanto es un mundo posible con sus particularidades específicas —los animales pueden comunicarse con los hombres, las piedras pueden mantener relaciones sexuales a través de vibraciones — , pero a su vez nos sirve para cuestionar nuestro propio presente: el problema de la verdad en el ámbito humano es dependiente de nuestro paradigma científico (la verdad), ético (la ética) y de poder (la política): ninguna verdad que le sea propia al ser en su realidad óntica es absoluta, sino que deviene constantemente según cambian los diferentes elementos que la componen. Es por ello que el policía zoofilo puede enamorarse de un hombre geófilo, descubriendo en el proceso que también se puede amar siendo una piedra: la verdad del ser está siempre en perpetuo devenir. Por eso el mundo cambia, por eso no todo vale, porque hay límites, razón y sentido más allá del velo de maya de la absoluta ignorancia de aquel que pretendería reducir toda verdad a química, física, biología, a la facticidad de lo posible de hombres convertidos en datos.