No hay dos sin tres y como consideraría que sería una falta grave que no apareciera por aquí Halloween, por otra parte una de mis películas favoritas de todos los tiempos, me veo en la necesidad de cerrar esta improvisada in extremis trilogía de la vivencia existencial a través de Rob Zombie con una alocada teoría más esbozada que concluida para cerrar el especial de Halloween. Porque, ¿quién soy yo para no dejarme arrastrar por el amoroso impulso de todos aquellos que han apoyado este especial desinteresadamente?
Si tuviéramos que hacer una genealogía del Halloween de Rob Zombie basándonos ya no en lo que nos cuenta la historia en sí, ya que ese nivel está necesariamente atado a la original de John Carpenter, pero también al principio de género que lo circunscribe al peso radical de la relación slasher-final girl, entonces podríamos dilucidar que lo que nos cuenta en un sentido último es únicamente la historia de la búsqueda de una figura paterna perdida. Lo que ocurre durante la película, en ambas partes de la saga, es el descontrol de Michael Myers por verse perdido de toda relación familiar: primero, se ve abandonado por su madre para, después, ver como su padre se desentiende completamente de él —porque, aun cuando no su padre, el Dr. Loomis se proyecta en la vida de Myers como una figura paterna: él es quien le enseña a ser adulto pero también, en un sentido psicoanalítico, el castrador que le arrebata la figura del deseo que supone su madre (y en ningún caso es casual la lectura psicoanalítica en este caso, pues Zombie hará un uso enfático de Jüng en la segunda entrega de la serie. La historia de Myers no es la historia de un asesino, es la historia de un niño abandonado.
Si en la primera película escapa y asesina es, única y exclusivamente, porque no ha conocido en su vida más que la muerte (materna) y la huida (paterna) que le a provocado una insaciable búsqueda de su propio lugar en el mundo a través de las herramientas que el posee. Desequilibrado por la perdida, el asesinato es la única manera que puede concebir alguien que no es completamente animal pero carece de una dimensión puramente humana; no habla, pero tiene consciencia de sí, asesina de forma abierta, pero necesita enmascararse para ello. Myers sigue siendo un niño aterrorizado que busca al padre que le abandonó, sólo se convierte en asesino cuando se desdobla a través de aquello que se le prohibió siempre y atrajo el interés de ese padre perdido: la máscara, la muerte, lo que no debe hacerse.
Pero esa búsqueda que es más o menos obvia en la primera entrega, cimentada con el peso de la conciencia de un padre atormentado que cree saberse asesino de su hijo, se amplifica y lleva hasta el límite en la segunda parte: Loomis se hace rico con la desgracia de su propio hijo, lo cual le hará sentir culpable hasta el punto de sentirse en la obligación de sacrificarse en último término para salvar a una Laurie que ya está más allá de toda posible salvación. La elección última de Myers, que es lo que acontece en Halloween II, es la lucha en su decisión de si quedarse con su familia muerta-pero-feliz, la fantasía onírica pero real que sólo se caracteriza en su enmascaramiento, o aceptar una vida de oscuridad y terror donde pueda reunirse de nuevo con ese padre-que-no que lo abandonó dos veces, la segunda incluso creyendo haberlo matado en el proceso.
La relación que se establece entre Loomis y Myers es imprescindible para que este segundo se convierta en el slasher virulento que conocemos: sin él no habría desdoblamiento de la personalidad, una segunda cara a través de la cual hacer una búsqueda místico-existencial de aquella familia que nunca tuvo pero siempre quiso. Porque ningún lazo es más fuerte que el de la sangre, aunque sea el de aquella sangre que se ha creado fluyendo a través de la experiencia.
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