Proyecciones paternas en Halloween. Un esbozo de genealogía de Álvaro Arbonés

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No hay dos sin tres y co­mo con­si­de­ra­ría que se­ría una fal­ta gra­ve que no apa­re­cie­ra por aquí Halloween, por otra par­te una de mis pe­lí­cu­las fa­vo­ri­tas de to­dos los tiem­pos, me veo en la ne­ce­si­dad de ce­rrar es­ta im­pro­vi­sa­da in ex­tre­mis tri­lo­gía de la vi­ven­cia exis­ten­cial a tra­vés de Rob Zombie con una alo­ca­da teo­ría más es­bo­za­da que con­clui­da pa­ra ce­rrar el es­pe­cial de Halloween. Porque, ¿quién soy yo pa­ra no de­jar­me arras­trar por el amo­ro­so im­pul­so de to­dos aque­llos que han apo­ya­do es­te es­pe­cial desinteresadamente?

Si tu­vié­ra­mos que ha­cer una ge­nea­lo­gía del Halloween de Rob Zombie ba­sán­do­nos ya no en lo que nos cuen­ta la his­to­ria en sí, ya que ese ni­vel es­tá ne­ce­sa­ria­men­te ata­do a la ori­gi­nal de John Carpenter, pe­ro tam­bién al prin­ci­pio de gé­ne­ro que lo cir­cuns­cri­be al pe­so ra­di­cal de la re­la­ción slasher-fi­nal girl, en­ton­ces po­dría­mos di­lu­ci­dar que lo que nos cuen­ta en un sen­ti­do úl­ti­mo es úni­ca­men­te la his­to­ria de la bús­que­da de una fi­gu­ra pa­ter­na per­di­da. Lo que ocu­rre du­ran­te la pe­lí­cu­la, en am­bas par­tes de la sa­ga, es el des­con­trol de Michael Myers por ver­se per­di­do de to­da re­la­ción fa­mi­liar: pri­me­ro, se ve aban­do­na­do por su ma­dre pa­ra, des­pués, ver co­mo su pa­dre se des­en­tien­de com­ple­ta­men­te de él —por­que, aun cuan­do no su pa­dre, el Dr. Loomis se pro­yec­ta en la vi­da de Myers co­mo una fi­gu­ra pa­ter­na: él es quien le en­se­ña a ser adul­to pe­ro tam­bién, en un sen­ti­do psi­co­ana­lí­ti­co, el cas­tra­dor que le arre­ba­ta la fi­gu­ra del de­seo que su­po­ne su ma­dre (y en nin­gún ca­so es ca­sual la lec­tu­ra psi­co­ana­lí­ti­ca en es­te ca­so, pues Zombie ha­rá un uso en­fá­ti­co de Jüng en la se­gun­da en­tre­ga de la se­rie. La his­to­ria de Myers no es la his­to­ria de un ase­sino, es la his­to­ria de un ni­ño abandonado.

Si en la pri­me­ra pe­lí­cu­la es­ca­pa y ase­si­na es, úni­ca y ex­clu­si­va­men­te, por­que no ha co­no­ci­do en su vi­da más que la muer­te (ma­ter­na) y la hui­da (pa­ter­na) que le a pro­vo­ca­do una in­sa­cia­ble bús­que­da de su pro­pio lu­gar en el mun­do a tra­vés de las he­rra­mien­tas que el po­see. Desequilibrado por la per­di­da, el ase­si­na­to es la úni­ca ma­ne­ra que pue­de con­ce­bir al­guien que no es com­ple­ta­men­te ani­mal pe­ro ca­re­ce de una di­men­sión pu­ra­men­te hu­ma­na; no ha­bla, pe­ro tie­ne cons­cien­cia de sí, ase­si­na de for­ma abier­ta, pe­ro ne­ce­si­ta en­mas­ca­rar­se pa­ra ello. Myers si­gue sien­do un ni­ño ate­rro­ri­za­do que bus­ca al pa­dre que le aban­do­nó, só­lo se con­vier­te en ase­sino cuan­do se des­do­bla a tra­vés de aque­llo que se le prohi­bió siem­pre y atra­jo el in­te­rés de ese pa­dre per­di­do: la más­ca­ra, la muer­te, lo que no de­be hacerse.

Pero esa bús­que­da que es más o me­nos ob­via en la pri­me­ra en­tre­ga, ci­men­ta­da con el pe­so de la con­cien­cia de un pa­dre ator­men­ta­do que cree sa­ber­se ase­sino de su hi­jo, se am­pli­fi­ca y lle­va has­ta el lí­mi­te en la se­gun­da par­te: Loomis se ha­ce ri­co con la des­gra­cia de su pro­pio hi­jo, lo cual le ha­rá sen­tir cul­pa­ble has­ta el pun­to de sen­tir­se en la obli­ga­ción de sa­cri­fi­car­se en úl­ti­mo tér­mino pa­ra sal­var a una Laurie que ya es­tá más allá de to­da po­si­ble sal­va­ción. La elec­ción úl­ti­ma de Myers, que es lo que acon­te­ce en Halloween II, es la lu­cha en su de­ci­sión de si que­dar­se con su fa­mi­lia muerta-pero-feliz, la fan­ta­sía oní­ri­ca pe­ro real que só­lo se ca­rac­te­ri­za en su en­mas­ca­ra­mien­to, o acep­tar una vi­da de os­cu­ri­dad y te­rror don­de pue­da reu­nir­se de nue­vo con ese padre-que-no que lo aban­do­nó dos ve­ces, la se­gun­da in­clu­so cre­yen­do ha­ber­lo ma­ta­do en el proceso.

La re­la­ción que se es­ta­ble­ce en­tre Loomis y Myers es im­pres­cin­di­ble pa­ra que es­te se­gun­do se con­vier­ta en el slasher vi­ru­len­to que co­no­ce­mos: sin él no ha­bría des­do­bla­mien­to de la per­so­na­li­dad, una se­gun­da ca­ra a tra­vés de la cual ha­cer una bús­que­da místico-existencial de aque­lla fa­mi­lia que nun­ca tu­vo pe­ro siem­pre qui­so. Porque nin­gún la­zo es más fuer­te que el de la san­gre, aun­que sea el de aque­lla san­gre que se ha crea­do flu­yen­do a tra­vés de la experiencia.

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