El azul es el color del mar, de la infinitud posible de los acontecimientos, pero también es el color de la desesperación (being blue, estar deprimido); y en cierto modo hay una conexión si pensamos en el mar como la posibilidad de la perdida, de esa infinitud en la cual se está lejos de casa sin mayor contacto que con aquello que hayamos perdido: la posibilidad que acontece en el mar, no se materializa hasta no volver a casa. Lo terrible del mar, como lo terrible de la noche, es que su being blue es tanto la posibilidad de la maravilla como su desesperación inherente. ¿Qué sería entonces el azul casi transparente sino esa desesperación, esa posibilidad de la maravilla, transformándose en la casi imposibilidad de ver que existe aun esa posibilidad? Cuando el azul es casi transparente es porque está tan próximo de no ser nada, de mimetizarse con la forma misma al pasar del color al estado material —del azul al transparente, del color a la cualidad — , que nos resulta difícil apreciar que está ahí el azul. Pero incluso si no lo sabemos, no se desortija de nuestro mundo.
Hablar de Azul casi transparente, de Ryu Murakami, es sinónimo de hablar de todo aquello que Japón lleva intentando décadas sepultar bajo sus conciencias. En la novela, cargada de la auto-ficción propia de aquel que conoce demasiado bien aquello que sus mayores quieren obviar, asistimos al proceso de auto-destrucción de unos jóvenes inconscientes de su estancamiento más allá de sí mismo; están being blue, pero en tanto esa azuleidad es casi transparente, les resulta imposible apreciar su pérdida. Su azul, es una depresión existencial.
¿Cual es la alternativa para sus vidas que transitan entre las drogas y el sexo carente de cualquier apasionamiento? Los trajes, las oficinas, las colas. La transparencia del azul no ocurre sólo en un estadio de la existencia sino que, en tanto se torna transparente, el azul se filtra del mismo modo en ambos lados de la forma: tan transparente es el overground, la vida monótona dedicada a una existencia estancada por culpa del trabajo; como como el underground, la vida monótona dedicada a una existencia estancada por culpa del vicio. No existe transparencia que no se filtre como un negativo de sí misma. Por eso la gente niega la posibilidad de que esa juventud exista, que haya esa pérdida de valores: los jóvenes que organizan orgías para los victoriosos militares americanos, que toman drogas para evadirse de la realidad y se pasan el día obliterando toda forma de pensamiento, están enraizados en la misma problemática que los adultos «con valores». Todos ellos están muertos para sí mismos, les diferencia la forma de estarlo.
Si Murakami retrata ésto a través de una narración anodina, repetitiva, cimentada bajo la premisa de no sólo mostrar a través de lo narrado sino también del estilo —o lo que es lo mismo, el azul transparentándose hasta hacerse casi indistinguible de la forma — , Daido Moriyama sería el punto a partir del cual esta estrategia hubiera comenzado, con los mismos propósitos, aplicado a la fotografía. El blanco y negro, el grano, las fotos de la noche, son el retrato de esa sociedad enferma. Pero en ambos casos el azul es la transparencia que se filtra en el mundo a través de su constante invisiblización, de su pretensión de hacer como que nunca ha existido; los puntos en común que existen entre Murakami y Moriyama es esa capacidad para retratar la decadencia oscura de un mundo infectado de un capitalismo abyecto no sólo a través de las narraciones que realizan, sino también a través de la forma elegida para plasmarla.
¿Qué nos queda cuando ya no queda nada? Si la noche nos resulta indistinguible del día, parece imposible conocer que hay de cierto en el mundo; la transparencia del mal se ha constituído como la única realidad posible del mundo, por eso la ficción, por su capacidad metafórica, por su capacidad de contarnos verdades haciéndonos hilarlas nosotros, es el único medio a través del cual es posible pensar el mundo tal y como es: cualquier explicación sobre lo azul de nuestra sociedad está siempre mediada por su azuleidad: sólo es posible retratarla en, y no a través, de su transparencia. Es por eso que necesitamos de la metáfora como caballo de madera a través del cual poder penetrar en aquello que nos es vetado pensar por nuestra estructura cultural.
Las gafas que tornan rosa el mundo, ver l vie en rose, quizás hagan que las penas se vayan, pero al único lugar al que van es hacia el interior de nuestras vidas. Es por eso que el retrato que hace Murakami y Moriyama del mundo es adusto, desprovisto de color, completamente ausente de cualquier patrón que pudiera hacer agradable o accesible la entrada hacia el mismo; es adusto y violento, nauseante y repetitivo, desquiciado y fantasioso, porque es la única manera de caracterizar de facto tal y como es el mundo que pretenden retratar. Es imposible conseguirlo con un estilo límpido de impurezas. Es por eso que se agarran al clavo ardiendo del ruido, del blanco y negro, de las frases lacerantes, para articular un discurso que pretende inscribirse como navajazo en la piel del mundo. Sus pretensiones son oscuras pero necesarios, pues si no aceptamos que ese azul casi transparente es la imposibilidad de volver a casa, estaremos siempre estancados en la oscura desesperación de nuestro descontento. Quizás con gafas de color de rosa, pero con corazones teñidos de oscuridad.
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