Existen obras que nacen como cuentos edificantes, recordatorios de aquello que cuando se nos narra como una enseñanza moral tendemos con más facilidad a buscar sus límites: cuando se nos introduce una idea de lo que es debido de forma subrepticia, tenemos menos problemas para respetarla como necesaria. Pero, ¿qué ocurre cuando estas narraciones llegan hasta pueblos o culturas que no conocen del sistema de valores particular del nuestro? Que su valor será determinado no tanto por su enseñanza moral, que les será ígnota o directamente incomprensible, sino por aquello que lo envuelve; la forma más que el fondo, y todo aquello que se pueda interpretar desde ésta, es aquello que podrán apreciar de forma efectiva aquellos que no cultiven nuestras costumbres. Y no podría ser de otro modo.
Man of Tai Chi, aun cuando sea una película dirigida por Keanu Reeves, se dirige hacia un público eminentemente oriental — el occidental medio no está introducido en el contexto de la narración, porque lo que pretende es practicar una enseñanza moral heredada desde algo exclusivo de los extremo asiáticos. Es un cuento sobre la pureza del camino recto. Aquel que sigue un camino recto, el camino de las artes marciales o cual otro arte zen, debe regirse por los más altos valores conocidos por el hombre. Aquel que se permite venderse, que pelea por dinero o por prestigio, en vez de usar esas artes para defenderse o no permitir al mundo hacerle desviarse de su recto camino, está condenado a la miseria del mundo: el hombre que abandona el camino se ve irremediablemente arrojado en la crapulencia y el odio, alejándose del camino del buda para aproximarse al camino del asesino —aunque el camino del buda sea siempre un camino de asesinato, pues el encuentro con Buda siempre ha de acabar con éste muerto para que deje de bloquear nuestro camino; el camino del buda es paradójico: su paradoja es el camino. Cualquier koan, por narrativamente desarrollado que éste, y por la poca impresión de serlo que tenga, es absolutamente ininteligible para la mentalidad occidental media.
Lo interesante de ésta oda a la hostia abierta, al golpe circular, a la velocidad inhumana, es precisamente lo que tiene de doble referente cultural: no es sólo un koan que pretenda abrir nuestra percepción a las verdades del mundo, también es una clásica película de artes marciales. A éste nivel es al que acaba por funcionar como un reloj para nosotros, como una coreografía imposible de movimientos imposibles realizados con la maestría y solera de aquel que ha conocido los caminos más recónditos de la materialidad humana; no existe fascinación posible por aquello que parece un pastiche de filosofías orientalizantes que hablan sobre la autenticidad de la intención —ni pueden tenerlo: en medio del capitalismo, ¿cómo pensar que un arte llevado hasta sus últimas consecuencias debe ser independiente de nuestros rendimientos económicos?; lo cual, por otra parte, se aborda no-(tan-)metafóricamente en la película: Keanu Reeves es el occidental/capitalista que pervierte los valores clásicos del oriental/místico Tiger Chen—, pero sí por una caterva de hostias diseñadas por un artesano cultivado en toda una vida de tradición.
Sin embargo, ambos hechos son uno y el mismo. Lo que no vemos, o no podemos ver, más que como un estúpido juego pseudo-místico es la narración exacta de como está conformada y practicada la propia narración de la película: Tiger Chen es un artesano de la hostia que descubre que sólo puede alcanzar la pureza absoluta de la hostia cuando no está mediada por intereses espurios —cuando se atiene al tai chi, los combates tienen una belleza fulgurante; cuando se aproxima al caracter del asesino metiéndose en terrenos del full contact, el combate se define por golpes en putrefacción— que apagan la llama de la autenticidad: el fondo y la forma entran en una comunión perfecta. Es imposible disociar la comunión del fondo con su forma, al buda del camino del buda.
Por eso, incluso cuando no pasa de ser un pequeño cuento moralizante, su valor se da de forma intrínseca en su propia conformación —y su fracaso en China, también nos habla sobre el deceso de aquello que durante siglos se defendió desde los templos para las futuras generaciones, hoy demasiado absortas en el pensamiento del capital. Entender Man of Tai Chi, asimilarlo, hacerla nuestra, es apropiarse de un conocimiento milenario incognoscible que se nos transmite inteligible a través de una forma que nos resulta próxima: la hostia como lenguaje nos enseñó la necesidad de la resurrección de la artesanía auténtica, de la búsqueda de la armonía perfecta con el mundo más allá de los intereses mundanos.
Deja una respuesta