El gesto más radical, de Sadie Plant
Cuando uno aborda la teoría posmoderna, y cuando decimos posmderna queremos decir específicamente gente como Althusser o Baudrillard, no tarda en darse cuenta de que todos sus postulados están fundamentados desde el más profundo de los derrotismos. Cualquier idea que estos pretendan concebir no es jamás nada más allá del estado de la situación, de como hemos sido derrotados y transportados a un infierno donde sólo es posible relativizar una serie de pensamientos que acaban por ser abolidos de forma sistemática; la defensa es inútil, en el ideario posmoderno sólo es posible seguir el juego del simulacro de existencia que habitamos. Su actitud se circunscribe dentro de la acomodaticia postura de la idea de un capitalismo esponjoso que es capaz de absorber cualquier forma que se sostenga contra él, produciendo así que sea imposible nada más que el aceptar de forma vehemente que hemos llegado hasta un sistema tan perfecto que necesariamente hemos de trabajar para él. Pero por supuesto esta no ha sido siempre la idea predominante en el pensamiento.
La pretensión de Sadie Plant es desmenuzar esa idea posmoderna para así poder ver como hemos llegado hasta ella, por qué hoy parece que la única posibilidad para el pensamiento es aceptar sin contemplaciones como nos viene dado el mundo. Para ello retrocede hasta los situacionistas y comprobar como de hecho estos nos daban la clave de como combatir el mundo. Ahora bien, se queda lejos de hacer una mera historiografía del pensamiento ‑algo tan ingrato como muy poco interesante, valga decir‑, sino que se introduce en profundidad hasta los más recónditos de los recovecos teóricos que sostiene la teoría para comprobar hasta donde han sido explotados sus límites. A partir de esta premisa, lo que hace Plant no es tanto una deconstrucción como una genealogía en su sentido más puro de una pregunta específica: ¿por qué hasta el gesto más radical puede ser absorbido por el capital como una forma mercantil?
En éste propósito se dedica a una exploración profunda de los presupuestos que sostendrían los situacionistas ya no como movimiento artístico, sino como una evolución lógica de las formas de combate iniciadas al principio del siglo XX. Con las herramientas derivadas del dadá y el surrealismo, con un especial énfasis en el detournement ‑que hoy tiene incluso más peso que nunca en el papel del graffiti-, construyeron una serie de formas discursivas a través de las cuales corroer un espectáculo que estaba cada vez más frágil. Como hoy, en un momento de crisis total, los ánimos se fueron encendiendo de una forma radical hasta que el capital se enfrentó contra aquello que no podía capitalizar: la negación de todo obrero y estudiante a seguir produciendo. Por supuesto esto fue Mayo del 68, una fecha importante para las luchas sociales en Occidente, donde, literalmente, los obreros podían pasarse horas construyendo una barricada sólo por el placer de planear como construirla en su más absoluta perfección; en el ámbito revolucionario las calles se convirtieron en una fiesta en las que todos estaban invitados, una catarsis colectiva en la cual el único límite era la pura coherencia interna y la única posibilidad tangible era disfrutar del juego mismo de la revolución. Porque la revolución será lúdica, o no será.
A partir de esta premisa podremos comprender por qué el gesto más radical ha podido ser asumido, pero también cual fue el gesto más radical. Este gesto maldito fue de hecho la revolución en sí misma, el negar cualquier producción del espectáculo, pero que de hecho acabó convirtiéndose en una parte del espectáculo; hoy Mayo del 68 no es más que una consigna publicitaria que se explota de una forma tan sistemática como humillante para aquello que representa. Esta endogamia sistémica, éste convertir todo lo real en parte del propio espectáculo, sirve para alienar de forma radical a los hombres hasta el punto de que incluso el gesto más radical, la revolución, está vaciado de todo sentido o satisfacción. Esto nos puede recordar al 15‑M, el cual ya ha sido explotado ad nauseam en la publicidad, o también la etiqueta de los indignados que a pretendido ser apropiada por el propio sistema para sus fines; el problema de todo gesto es que es imitable, si para luchar contra el sistema usamos el apropiacionismo de sus símbolos, éste podrá imitarnos y hacer lo propio con aquellos que nos resultan propios.
He ahí el pesimismo de la posmodernidad, que piensa que ya es imposible salir de la dinámica hiperreal de la sociedad, pero también del escepticismo de los posestructuralistas ‑entendiendo como tales a Foucault, Deleuze y Guattari- que parten de la creencia de que esa revolución puede ser pero acontece siempre desde el hecho de que toda forma de poder está siempre ahí de facto. La propuesta de Sadie Plant es renunciar del pesimismo posmoderno pero, a su vez, no dejarse llevar por el escepticismo posestructuralista y sus pequeños gestos revolucionarios, pidiéndonos así en el proceso que el único gesto que sea buscado siempre sea el más radical de los posibles contra la sociedad. Cualquier otro gesto, por pretendidamente socabador de las estructuras de lo social que sea, será sólo una modificación del sistema que se adaptará para seguir cumpliendo su cometido de opresión; el único gesto posible es el más radical, el que destruya el sistema en sí de una vez y para siempre, porque ante la flexibilidad perpetua del sistema, sólo cabe la destrucción grandilocuente desintegradora de todo poder.