sólo se puede malvivir en la ausencia de amigos

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Vivir es abu­rri­do. Los ba­rrios son cló­ni­cos y mien­tras las co­sas di­ver­ti­das van des­apa­re­cien­do la mier­da, to­do aque­llo que nun­ca te ha gus­ta­do, per­ma­ne­ce ahí cons­tan­te. Esta per­cep­ción co­mún en to­do ser hu­mano, el ver lo ne­ga­ti­vo muy por en­ci­ma de lo po­si­ti­vo, tam­bién con­lle­va en úl­ti­mo tér­mino una ne­ce­si­dad fla­gran­te, la ri­sa co­mo ca­ta­li­za­dor de to­do aque­llo que va mal. Y sa­be Sevilla que na­die lo sa­be ex­pli­car me­jor que los chi­cos de Malviviendo.

Aquí nos en­con­tra­mos las his­to­rias de el Negro, el Zurdo, el Kaki y el Postilla, cua­tro ami­gos del ba­rrio subur­bial fic­ti­cio de «Los Banderilleros» en Sevilla. Allí se su­ce­den sus di­fe­ren­tes his­to­rias don­de lo que ocu­rre en la vi­da de unos re­per­cu­ti­rá en la de los otros mien­tras in­ten­tan mal­vi­vir un día más en­tre sus far­dos de ma­rihua­na. Con unas his­to­rias sen­ci­llas, muy ba­sa­das en jue­gos de hu­mor tos­co, van de­sa­rro­llan­do es­pe­cial­men­te pa­ro­dias de pe­lí­cu­las o se­ries en ca­da uno de los ca­pí­tu­los. Así ca­da co­mien­zo de ca­pí­tu­lo ha­cen una pa­ro­dia del ope­ning de una se­rie de te­le­vi­sión di­fe­ren­te an­te la cual es­té ins­pi­ra­do en el ca­pí­tu­lo en sí. Y es pre­ci­sa­men­te ahí, en la acu­mu­la­ción ab­sur­da de pa­ro­dias, don­de se en­cuen­tra su ge­nia­li­dad. Lo que en prin­ci­pio no se­ría más que una bur­da co­pia de Snatch: Cerdos y dia­man­tes aca­ba por si­tuar­se co­mo una su­rrea­lis­ta ven­det­ta de­sa­rro­lla­da a tra­vés de las apues­tas de un com­ba­te de bo­fe­ta­das. La per­ver­sión de to­dos los có­di­gos so­cia­les nor­ma­li­za­dos ‑pa­san­do des­de la ab­so­lu­ta amo­ra­li­dad de los per­so­na­jes has­ta la de­fi­ni­ción per­ver­sa de los ac­tos de­por­ti­vos o de ven­gan­za del barrio- es lo que ha­ce de Los Banderilleros un ba­rrio hi­per­tro­fia­do de ca­la­mi­dad; un au­tén­ti­co re­fle­jo es­per­pén­ti­co de lo que es España ahora.

Pero no só­lo de re­no­var los có­di­gos de Valle-Inclan vi­ven los chi­cos de Malviviendo, tam­bién del ta­len­to pu­ro y du­ro. Con un pre­su­pues­to ten­den­te a la to­tal au­sen­cia de di­ne­ro han con­se­gui­do rea­li­zar to­da la pri­me­ra tem­po­ra­da de la se­rie. Ignorando al sen­ti­do co­mún se lan­za­ron a la gra­ba­ción de la se­rie ar­ma­dos de su ta­len­to y una in­fi­ni­ta pa­cien­cia pa­ra rea­li­zar la se­rie. Así, co­mo sus per­so­na­jes, se re­crea­ron en su in­ca­pa­ci­dad de po­der ac­ce­der a na­da me­jor que las pú­tri­das aun­que en­can­ta­do­ras ca­lles del ex­tra­rra­dio se­vi­llano ha­cien­do de la au­sen­cia vir­tud. Sólo con­tan­do con la bue­na vo­lun­tad de unos ami­gos con ga­nas de pa­sar­lo bien, de es­tar siem­pre uni­dos, van sa­lien­do ade­lan­te co­mo una pi­ña que aun cuan­do se se­pa­ren, siem­pre acu­di­rán an­te el gri­to de ayu­da de los otros. Lo im­por­tan­te ja­más es el di­ne­ro o los re­cur­sos de los que dis­pon­gas tan­to co­mo de los ami­gos de los cua­les se­pas rodearte.

Vivir po­dría ser abu­rri­do. Los ba­rrios son cló­ni­cos y mien­tras las co­sas di­ver­ti­das van des­apa­re­cien­do la mier­da, to­do aque­llo que nun­ca te ha gus­ta­do, per­ma­ne­ce ahí cons­tan­te. O se­rá así pa­ra to­do aquel que no ten­ga ami­gos, que no se­pa sos­te­ner­se en aque­llos que tie­ne a su al­re­de­dor y nos con­fi­gu­ran; nos dan la au­tén­ti­ca fe­li­ci­dad. Nuestros ami­gos siem­pre nos ha­rán más fe­li­ces que el dinero.

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