Tengamos mal gusto de hablar el enfermar. Sobre «Agujero negro» de Charles Burns
Pensar es siempre pensar nuestro presente. Pretender pensar a través de las formas pasadas o futuras, o al menos hacerlo de forma univoca —partiendo de que es imposible, ya que un pensamiento futuro aún no está materializado y un pensamiento pasado será siempre una re-construcción desde nuestro sesgado paradigma — , conlleva el absurdo de pretendernos proyectar en formas que nos son ajenas, ajenas en tanto no hemos podido conocerlas: nuestro pensamiento está mediado por aquello que conocemos, por la impronta cultura del presente. Eso no significa que no podamos conocer otros tiempos. Aquello que hemos vivido pero ya no es presente, que es un pasado no-pretérito, sino próximo, podemos retratarlo en tanto se sitúa aún como parte de nuestro presente remoto, remoto porque no es exactamente presente, pero tampoco se puede negar que sea parte constituyente del mismo. Es pasado, aun cuando ejerce como presente. Presente porque permanece vivo en nuestro memoria, definiendo aquello que somos, a pesar de definirse pasado.
Agujero negro trata sobre el mundo de la adolescencia como lugar secreto, secreto incluso de adolescente en adolescente, que obliga a la creación de particulares guetos inaccesibles para los otros; la adolescencia, tiempo de las tribus urbanas —nombre perfecto en tanto atribuye en nominalismo aquellos rasgos que le son más propios sin por ello ser en exceso literal: un grupo de gente aislada en un entorno hostil, con intercambios simbólicos poco o nada frecuentes en otras tribus próximas, que crean cultura personal alrededor de ideas específicas que requieren ritos de iniciación para ser considerado merecedor de integrarse en la tradición tribal — , y por ello de las discrepancias nacidas de diferencias mínimas, superficiales, cuando no inexistentes. Lo que según una visión del mundo es ridículo o esperpéntico para otro puede ser motivo principal de orgullo; no es lo mismo una fan de David Bowie que una de Jefferson Airplane, no al principio de los 70’s, cuando ambas formas culturales son mutuamente auto-excluyentes. Las tribus, los espacios culturales autónomos, tienen una serie de vasos comunicantes que las interconectan, su propia condición de culturas adolescentes, que rara vez sirven para transmitir mensajes sin distorsionar su contenido: el otro es El Otro, el enemigo, alguien que no comprende nuestro modo de vida auténtico, por auténtico único, como única es siempre la enfermedad: infecciosa, común para todos, pero sin los mismos efectos sobre dos personas distintas. O sobre dos culturas.