Cuando las particulas de roca se disgregan conforman una cantidad casi obscena de diferentes conformaciones físicas con unas delimitaciones estrictamente claras entre sí; sólo las partículas que se delimitan en el espacio exacto entre los 0,063mm y los 2mm es lo que comúnmente denominaríamos arena. Los desiertos adecuados se comportan como mares de arena ya que, por su particular baja densidad, se comportan como una especie de mar: la arena fluctúa en olas mientras se circunscribe en flujos divergentes que devienen perpetuamente hacia el infinito. Aunque parece que el destino de la arena es, finalmente, conquistar el mundo a través de su proceloso abrazo salado no hay nada más lejos de la realidad, en último término la arena, como todo en éste mundo, se afianza en conformaciones aun más pequeñas como el limo (partículas de los 0,063mm hasta 0,004mm) o en compactaciones de partículas como la arenisca. La arena, como el hombre, sólo puede depender de estar en una eterna mutación que le permita estar siempre en movimiento o desaparecer en la conformación de un todo mayor que sí mismo del cual es indisoluble a priori. De esto trata justamente “La mujer de la arena” de Kobo Abe.
Un joven profesor de colegio y entomólogo aficionado, Jumpei, se toma unas breves vacaciones para buscar algún tipo de escarabajo, su particular especialidad, que no haya sido catalogado nunca antes. Para su desgracia en un remoto pueblo costero sus habitantes le engañarán quedando encerrado en lo más profundo de una sima en una casa donde habita una temerosa mujer. La relación sexualmente tensa y sus continuos intentos de huida irán cristalizándose cada vez con más fuerza según compruebe la aterradora verdad: nadie le busca. Como un grano de arena voló con las corriente de arena lejos y, sin explicación alguna, nadie necesita saber que viajó porque así lo quería y se le permitió. No hay razones, sólo un eterno devenir en cambio o arenisca.