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The Sky Was Pink

el terror se encuentra en la incognoscibilidad del ser

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Ninguna fa­mi­lia del mun­do sa­be ja­más con exac­ti­tud que es­tá ha­cien­do nin­guno de sus miem­bros pe­ro, de for­ma par­ti­cu­lar, lo que es­tá pa­san­do por las men­tes y los jue­gos de los más pe­que­ños. El mun­do adul­to siem­pre co­rre un tu­pi­do ve­lo so­bre las en­so­ña­cio­nes in­fan­ti­les que tan aje­nas, sino in­clu­so me­nu­das, le re­sul­tan. Y es jus­to ahí don­de se es­con­de el te­rror se­gún Ray Bradbury, co­mo nos cuen­ta en el re­la­to La Hora Cero apa­re­ci­do en la an­to­lo­gía El hom­bre ilustrado.

Todos los ni­ños me­no­res de diez años pa­re­cen ab­du­ci­dos por un nue­vo pe­cu­liar jue­go de mo­da, la Invasión. Así en­tre los in­sul­tos de los ni­ños más ma­yo­res y la in­di­fe­ren­cia de los adul­tos van ges­tan­do un ri­dí­cu­la­men­te ex­tra­ño jue­go en el que pre­pa­ran to­do lo ne­ce­sa­rio pa­ra una in­va­sión alie­ní­ge­na con­tra la Tierra. Tomándolo co­mo su pro­pio jue­go Bradbury nos en­se­ña las car­tas des­de un prin­ci­pio de lo que es­tá ocu­rrien­do de­jan­do to­da la ten­sión so­bre los pe­que­ños hom­bros de los in­va­so­res. No hay tram­pa, no hay gi­ro sor­pre­si­vo, to­do es evi­den­te y cla­ro des­de un prin­ci­pio pe­ro, sin em­bar­go, no de­ja de ser ate­rra­dor ver co­mo es­te apa­ren­te­men­te ino­fen­si­vo jue­go se da por to­do el país de for­ma inad­ver­ti­da. El re­la­to nos to­ca di­rec­ta­men­te en ese lu­gar des­co­no­ci­do, los ni­ños, pa­ra ha­cer así de lo que no de­be­ría ser na­da más allá que un ino­cen­te jue­go la com­ple­ta ani­qui­la­ción de la hu­ma­ni­dad. Y es que si los es­cri­to­res de te­rror tie­nen la ten­den­cia de ha­cer­nos en­fren­tar con­tra lo des­co­no­ci­do, lo otro, aquí Bradbury se su­mer­ge en las fan­ga­no­sas aguas de con­fron­tar a el otro que fui y se­ré yo; el otro que de­be­ría co­no­cer y no se na­da so­bre él.

El te­rror co­ti­diano es es­pe­cial­men­te te­rro­rí­fi­co ya que nos obli­ga mi­rar al abis­mo que es­tá siem­pre de­lan­te de no­so­tros o, in­clu­so, atis­bar aque­llo que nos pue­de des­truir en el pro­pio fru­to de nues­tra se­mi­lla. ¿Acaso sa­béis que es­tá pen­san­do aquel que te­néis al la­do co­mo pa­ra te­ner la cer­te­za de po­der es­tar más allá del mie­do? El mie­do se es­con­de siem­pre tras el si­nies­tro ve­lo de la ignorancia.