Tal vez no lo sepan, pero amanecer inconsciente atado de pies y manos en una silla situada en medio de la lugubrez de un sótano mohoso no es una experiencia demasiado agradable: suele venir asociada con desagradables jaquecas que cuesta varias horas sacarse de encima. Recuerdo en particular una de aquellas ocasiones, cuando todavía era joven y tenía paciencia para ver hasta donde llegarían quienes decidían hacerme partícipe a mí, Herr Doktor, de sus infames jueguecitos. Estaba en aquellas cuando noté la madera podrida descomponiéndose, dejando caer sobre mi mejilla las gotas de agua acumuladas por el rocío, con apenas sí unos rayos de luz filtrándose por una ventana mal claveteada. Aquella impertinencia arquitectónica me había despertado de mi plácido sueño. Ni siquiera el hedor a podredumbre, irrespirable para el común de los mortales, logró hacerme sentir mejor. Estaba terriblemente nauseado. Tal vez nunca debí aceptar aquella invitación a beber un extraño licor local que me ofreció aquel tabernero de una posada en lo más profundo de mitteleuropa.
Cuando logré hacerme a la idea de dónde estaba, observé mi alrededor. Al fondo se podía vislumbrar una bañera a rebosar de órganos mientras, un poco hacia mi derecha, había varios cuerpos eviscerados colgando de ganchos como si fueran reses; no ayudó en nada que uno de ellos, todavía entero, intentará gritar con una voz rota con la que apenas sí podía articular palabras sueltas. Me dolía la cabeza demasiado para aguantar aquello. Entonces, decidí cuál sería el plan de acción: me disloqué las muñecas para poder desatarme de manos y, cuando logré sobreponerme al dolor, me desaté también de pies. Ya en libertad, observé la habitación con calma, comprobando que al fondo había una mesa que no podía ver desde mi asiento. Allí, entre penumbras, prácticamente escondida, había una reproducción de El grito de Edvard Munch a partir de los órganos que no habían sido desechados en la bañera.