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The Sky Was Pink

Cuerpos bajo las cataratas. Pensando las venas abiertas de Kentucky

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Algo tie­ne la tie­rra de Kentucky que quie­nes sa­len de ella, tie­nen una ex­tra­ña co­ne­xión con la lu­cha de aque­llos que na­cie­ron muer­tos ca­ra a los ojos de la his­to­ria. Desde Hunter S. Thompson has­ta Austin P. Lunn, am­bos de la ciu­dad de Louisville, no es di­fí­cil des­en­tra­ñar en ellos la en­fer­mi­za ob­se­sión que les con­du­ce ha­cia el re­tra­to de to­do aque­llo que se es­ta­ble­ce en los már­ge­nes; Kentucky se nos pre­sen­ta a tra­vés de sus obras no tan­to co­mo un re­fe­ren­te —ya que en el ca­so de Thompson, ni si­quie­ra es una cons­tan­te — , co­mo un es­ta­do de áni­mo: un es­ta­do de áni­mo blue­grass.

Todo en ellos po­dría re­su­mir­se en la des­ga­rra­da lí­ri­ca del so­ni­do de los ban­jos al vien­to, las sen­ci­llas his­to­rias de tra­ge­dias co­ti­dia­nas, el mu­ro de so­ni­do que, co­mo bri­sa su­til, nos man­tie­ne más se­pa­ra­do de ellos de lo que ja­más po­dría­mos ha­ber apre­cia­do. Es la so­le­dad del mon­ta­ñés cons­cien­te de su ori­gen. He ahí que la be­lle­za de to­dos ellos se de­fi­na tam­bién a tra­vés de lo abrup­to de sus pro­pues­tas, de la hi­po­té­ti­ca sen­ci­llez con la que ar­ti­cu­lan unas for­mas que lue­go se nos pre­sen­tan co­mo im­po­si­bles de imi­tar: co­mo mon­ta­ñe­ses, ha­cen pa­re­cer sim­ple lo abrup­to. Escriben y com­po­nen co­mo es­ca­la­rían las pa­re­des de sus mon­ta­ñas, con la na­tu­ra­li­dad de aquel que lle­va to­da una vi­da pi­san­do las mis­mas pie­dras. También es por eso que no se re­co­no­ce en su jus­ta me­di­da el lo­gro de sus des­ve­los, por­que su téc­ni­ca se ha vuel­to su­til has­ta el pun­to de tor­nar­se in­vi­si­ble; só­lo si uno es ca­paz de apre­ciar la be­lla ar­mo­nía de la sen­ci­llez es ca­paz de apre­ciar el eno­jo­so pro­ce­so de sis­te­ma­ti­za­ción que hay de­trás de ca­da uno de sus mo­vi­mien­tos. Como el blue­grass, el hom­bre ve­ni­do de Kentucky pa­re­ce he­cho a la me­di­da de un mun­do de­ma­sia­do hos­til pa­ra re­co­no­cer su gracia.

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