El cristianismo es la religión de la culpa. Aunque hubo una época en la que lo fue del perdón, de la piedad —aceptar el dolor del otro como si fuera nuestro, abrazar al pecador por su sufrimiento incluso si no podemos comprenderlo — , con el tiempo fue escorando peligrosamente hacia la culpa. No importaba el arrepentimiento o la virtud o la reflexión sobre la propia culpa, sino el juicio condenatorio que conllevaba cualquier acto posible; la existencia devenida en calvario, infierno terrenal, imposibilidad fáctica de encontrar un sentido que no sea el dolor sin ninguna clase de redención posible: la vida se convirtió no sólo en un valle de lágrimas, sino también en un espacio carente de cualquier clase de empatía entre personas. La deriva religiosa tenía un componente político. Con ello la iglesia cristiana logró ser una de las mayores fuerzas vivas de la historia, ya que al condenar al sufrimiento constante a miles de millones de personas durante toda la historia de la humanidad muy pocos serían los que cuestionarían su situación.
Incluso si no somos cristianos, culturalmente estamos condicionados por los retazos de un cristianismo heredado. Nuestra vida está mediada por la culpa. Damos por hecho la existencia del bien y del mal, que son fácilmente discernibles, que si los demás (o nosotros mismos) no somos capaces de evitarlo es porque el mal ha anidado siempre en el interior del hombre; se ha renunciado a la mística personal, a la creencia flexible que sólo puede nacer de una reflexión constante. Damos por hecho que el hombre es malvado por naturaleza. No sentimos piedad por el otro porque creemos comprenderlo, creemos que sus actos son malvados porque nosotros mismos nos sentimos malvados; carecemos de perspectiva, porque la culpa nos consume desde dentro.