A veces olvidamos la belleza inherente al orden del discurso. No es sólo que siempre haya cierta cantidad de lenguaje privado en cualquier cosa que digamos, ya que ni es posible comunicar todo lo que sentimos de forma objetiva ni la conformación interna del discurso puede evitar esa clase de apreciaciones subjetivas —de ahí que sea privada, al menos, en dos sentidos: en el simbólico y en el formal — , sino también que su orden no es unívoco, sino dependiente de la intencionalidad de aquel quien lo utiliza. Incluso para exponer el mismo tema, nuestro discurso variaría según las propias circunstancias. Cada situación de la existencia tiene su propio orden del discurso, haciendo poco natural o directamente indeseable mezclarlos, o pretender hacer pasar unos por otros, cuando intentamos comunicarnos. Si existe una belleza inherente al orden del discurso es porque lo inherente es el orden, no el discurso.
En tanto existe unanimidad entre crítica y público en considerar que Pixar es el epítome de la animación, hablar sobre el uso que hacemos del lenguaje se hace imperativo: no existe ningún otro estudio o director que logre un éxito más rotundo dentro de su campo. Si además sumamos que, salvo excepciones, sus películas con consideradas obras maestras, clásicos modernos indiscutibles del séptimo arte —hasta el punto de legitimar la animación, siempre ninguneada, como una forma tan noble como el live action—, entonces es lógico pensar que su logro es haber logrado hacer público el lenguaje de la animación. Ahora bien, ¿qué precio han tenido que pagar para lograr ese éxito rotundo?