Hasta la vista, baby. Sobre «Terminator 2: Judgment Day» de James Cameron
Nada tan duro, tan honesto, como el amor. Por su cualidad de enfangar todo juicio, haciéndonos llegar más allá de donde cualquier instinto o razón pueda sugerirnos prudencia alguna, podría denominarse como la forma más pura de conexión con los demás, también la forma más estilizada en devenir persona. Amar es humano. Por eso, para procrear, lejos de apelar a argumentos racionales —es necesario perpetuar nuestros genes para que nuestra muerte no sea absoluta— o naturales —estamos diseñados para tener descendencia — , solemos asociar la reproducción con algo más simbólico, profundo, poliédrico, como es el amor: nuestra descendencia es siempre, o se busca que sea siempre, fruto de unión amorosa. También existe lo accidental. Existen los hijos no deseados o los hijos encontrados, más que buscados, lo cual no excluye para que todos ellos se circunscriban dentro de una lógica no-biológica, menos aún racional, en nuestra relación con ellos; a un hijo se le quiere, o se le odia —aunque sea anti-natural, porque odiar siempre implica amar ante oposición; amarse demasiado a uno mismo como para negarle el odio a la antítesis que tenemos delante — , por el hecho mismo de haber nacido. De ser hijo.
La saga Terminator se define en el amor. Si The Terminator es historia de amor encontrado, encontrado porque aunque viene auspiciado por la necesidad es un amor que se encuentra de forma orgánica; Terminator 2: Judgment Day es historia de amor recobrado, recobrado en tanto devuelve a Arnold Schwarzenegger como T‑800, también porqué ejerce de protagonista desde el otro lado: donde fuera villano, fuerza motora del amor —no existe historia alguna de amor que no haya conocido de villanía, de disposición de no poder haberse cumplido, porque toda historia de amor, por historia, debe poder superar obstáculos para constituirse en la catarsis — , revierte su función: ahora héroe, objeto del amor vertido.