La inversión de los valores demuestra toda su ausencia de naturalidad
El curioso caso de Benjamin Button, de F. Scott Fitzgerald
Aunque pueda parecernos seductora la idea de ir contra corriente de la decisión popular con respecto de como debe ser el mundo debemos tener en cuenta que, aun cuando puede determinar una serie de beneficios dado, si somos la excepción a la regla lo más común es que seamos torpedeados de forma inmisericorde por aquellos que comparten existencia con nosotros. F. Scott Fitzgerald era consciente de esto, porque de hecho no podía no serlo: escritor, despilfarrador en la gran crisis, miembro de la generación perdida, hombre de inteligencia contrastada; él mismo era un excepción singular, una rara avis que la sociedad quizás aceptó pero nunca comprendió. Ser el chico raro del vecindario, aun cuando sea comprendido y aceptado, siempre produce una angustia vital que recorre cada instante de la existencia, impidiendo que no se pueda dejar de tener siempre la sensación de que se nos acepta por la singularidad misma de la que hacemos posesión. No somos un igual, somos el objeto de la compasión y repulsión de todos aquellos que nos rodean.
Ahora bien, ¿por qué acepta la sociedad a estos bichos raros que es imposible que se sientan jamás parte de ella ‑porque, a fin de cuentas, siempre están más allá de esta? Porque el sueño de todo individuo en sociedad es ser diferente, es conseguir la inversión perfecta de aquello que es. Aunque sea infinitamente cómodo, nadie quiere ser igual que su vecino; todo el mundo quiere ser diferente de los demás, pero sólo de tal modo que se les reconozca con genuino interés esa diferencia como algo positivo y agraciado que imitar. Es por ello que no deja de resultar curioso que Mark Twain afirmara que es una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final, porque de hecho es una glorificación de la diferencia a partir de la familiaridad: lo que nos es familiar, lo que nos es normal, nos resulta como algo indeseable pero su absoluto opuesto nos seduce como la posibilidad de una vida infinitamente mejor. Pero, ¿en verdad esto sería así? Esto es precisamente lo que investiga Fitzgerald en El curioso caso de Benjamin Button.