No existe madurez sin juego. Apuntes sobre narratividad del videojuego en The Walking Dead
La hipotética inmadurez del mundo de los videojuegos es uno de los lugares comunes más insidiosos de la crítica del medio: quienes defienden la necesidad de éstos por madurar, acaban siempre llenándose la boca con comentarios al respecto de la conveniencia de fijarse en su hermano mayor: el cine —como si madurar no implicara, necesariamente, no imitar al otro cuyas cualidades no comparto — ; quienes defienden que el videojuego está bien tal y como es, se obcecan en posturas cerriles por las cuales defienden que en tanto juego no necesita de nada más que ser divertido. El problema es que ambas posturas son profundamente infantiles. Porque si bien es evidente que cuando se valora la diversión por encima de todo se está en un mundo eminentemente infantil, en el sentido peyorativo de la palabra, cuando se habla de la necesidad de la madurez se está, como mucho, en el mundo de la adolescencia. Es por eso que si el videojuego quiere madurar, si quiere madurar de una forma saludable, no debería regirse por unas discusiones que se erigen desde unas posturas que son la antítesis de su pretensión; el videojuego, en primera instancia, debe descubrir sus propios mecanismos de madurez. Si es que no es ya maduro.
Si algo nos demuestra The Walking Dead, el videojuego de Telltale Games inspirado en la famosa serie de televisión nacido a partir del éxito del cómic todo ello homónimo, es que el videojuego ya está situado en medio de ese tan ansiado desembarco en las costas del buen juicio. Lo sorpresivo de ello, que no es sorpresa para aquellos que ni abandonamos ni sentimos la necesidad de defender nuestro sentido de la maravilla una vez arrojados en el mundo adulto, es que, además, el ejemplo de madurez nos llegue a través de una niña: Clementine.