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The Sky Was Pink

Sangre, olvido, silencio. Notas sobre Only God Forgives de Nicolas Winding Refn

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En la mañana
te des­cu­bres en sangre,
ho­nor marchito.

1.

Uno de los ele­men­tos cla­ves de Only God Forgives se nos da en el uso de la fi­si­ca­li­dad aje­na de sus per­so­na­jes, o lo que es lo mis­mo: las som­bras, los re­fle­jos y sus au­sen­cias. Este uso de lo que hay más allá nos sir­ve pa­ra in­ter­pre­tar la pe­lí­cu­la por aque­llo que tie­ne de ma­ni­fes­ta­ción del sub­cons­cien­te, de lo que se ca­lla y se quie­re ca­llar, ya sea por so­bren­ten­di­do o por qué no se de­sea traer a la luz. Ahí en­tra en jue­go la som­bra. El úni­co per­so­na­je del cual ve­mos de for­ma cons­tan­te una som­bra bien de­fi­ni­da, for­ma­da co­mo si­mé­tri­ca de la per­so­na y no una me­ra pro­yec­ción de luz ce­ga­da —eso en el ca­so de que ten­ga som­bra en ab­so­lu­to, co­mo es el ca­so de Julián, cu­ya som­bra ape­nas sí se ve en una oca­sión — , es Lt. Chang: cuan­do can­ta en el ka­rao­ke, su som­bra pa­re­ce es­tar an­te una tri­bu­na adoc­tri­nan­do; cuan­do ha­ce va­ler su jus­ti­cia, su som­bra bai­la al son de la es­pa­da; a ve­ces cuan­do no lo ve­mos, po­de­mos ver a su som­bra ac­tuan­do por él: ca­mi­nan­do, re­fle­xio­nan­do, ven­gan­do —pu­dien­do ser su som­bra no li­te­ral­men­te su som­bra, sino su fi­gu­ra a me­dio vis­lum­brar en la os­cu­ri­dad o en el fue­ra de plano que só­lo nos de­ja ver sus ma­nos — . Incluso en el ám­bi­to más pro­sái­co, ¿de don­de ex­trae su es­pa­da, la cual nun­ca ve­mos por­tar? De su es­pal­da, la som­bra de su par­te fron­tal; e in­clu­so de la es­pal­da, lo ex­trae de su som­bra: sa­le de ella, pe­ro más allá de ella: su es­pa­da na­ce a la som­bra que pro­yec­ta el pun­to cie­go de su es­pal­da. Lt. Chang es to­do sombra.

¿Qué es en­ton­ces la som­bra? Una pro­yec­ción del es­pí­ri­tu in­te­rior, por eso las som­bras pa­re­cen es­tar siem­pre en una si­tua­ción de má­xi­ma ten­sión: alar­ga­das o en­co­gi­das cuan­do se en­cuen­tran an­te Chang, es­pe­ran­do su jui­cio; por eso en el ka­rao­ke pa­re­ce un re­fle­jo de sí mis­mo, por­que es­tá ma­ni­fes­tan­do allí su ver­da­de­ra cua­li­dad co­mo un lí­der es­pi­ri­tual al cual se­guir más allá de las con­ven­cio­nes so­cia­les es­ta­ble­ci­das. El ca­rác­ter de és­te no es só­lo me­siá­ni­co, sino ne­ta­men­te di­vino. ¿Por qué Julián só­lo tie­ne una som­bra que se pro­yec­ta com­ple­ta cuan­do pe­lea con­tra él? Porque ca­da gol­pe no va con­tra su cuer­po, aun­que sea és­te el que sal­ga más da­ña­do en as­pec­to, sino con­tra su es­pí­ri­tu; la con­vic­ción de Julián, el ne­xo par­ti­cu­lar que se da pa­ra con su ma­dre, con su san­gre, se va rom­pien­do por las re­ve­la­cio­nes di­vi­nas que acon­te­cen en el su­fri­mien­to que le in­fli­ge aquel que por­ta la jus­ti­cia. Si cuan­do él le pro­po­ne pe­lear a Chang un po­li­cía le pre­gun­ta «¿tú sa­bes quién es él?», es por­que le es­tá ad­vir­tien­do de la con­fron­ta­ción im­po­si­ble con­tra la di­vi­ni­dad. No hay ma­yor cre­yen­te que aquel que fue converso.

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