Si seguimos la leyenda impresa mejor conocida, aquella que en los mapas pretende que más allá sólo anidan dragones, entenderemos con facilidad la base de todo conocimiento humano: el prejuicio, la creencia de como el mal anida en todo aquello que no sea lo conocido, es lo que se plasmaba en los sistemas cartográficos anteriores al descubrimiento que había más allá de lo inmediato; todo, por desconocido, peligroso. Peligroso por ocultar aquello para lo cual no tenemos defensas, para lo cual no tenemos herramientas para negarlo. Si hay dragones, antes deberíamos comprenderlos para poder rebatirlos, lo cual nos podría llevar a una posición incómoda, ¿seguro que los dragones, o el mal, no somos nosotros? Por eso, más allá, sólo se encuentra dragones: reptiles escupe fuego, secuestra princesas, cuya muerte se considera acto noble y caballeresco; si se encontrara lo desconocido debería comprenderse, al encontrarse dragones quien va allí debe ser quien busca la muerte para sí o para lo ajeno. Quien por propia voluntad se encuentra en lo desconocido, más allá de sus dominios, buscando dragones, lo único que le espera es la muerte o los juicios de caballeros.
La concesión que se hace desde la portada de Ritual, concesión caballeresca en cierto grado, es lo más problemático en último grado: «la novela que inspiró The Wicker Man». Le pesa su legado. Si pretendemos leer el viaje de David Hanlin hacia lo desconocido, hacia una comunidad rural inglesa, como si viéramos The Wicker Man, esperando lo naïf o lo exaltado —siendo, en cualquier caso, más próximo a lo exaltado de la adaptación posterior de la película protagonizada por el histérico Nicolas Cage—, nos perderemos en expectativas vacuas con respecto de lo que debería ser: se puede considerar terror, pero es un psicodrama rural donde lo importante no es la realidad fáctica acontecida sino como la interpreta su protagonista, ente ajeno a cualquier realización ulterior de lo que allí, de normal, ocurre.