El arte no es representación, sino aquello que plasma para sí una verdad intuitiva
Mugen Utamaro, de Go Nagai
La consideración de que el arte debe plasmar la belleza inherente de las cosas es un hecho tan extendido como absurdo de pensar a partir del siglo XIX, pues nada hay en el arte que necesariamente deba evocar siempre a lo bello. La veneración por lo bello y magnífico lo heredaríamos de la convicción clásica de que el espíritu de una persona se refleja en su aspecto exterior, por lo cual una persona bella debe ser necesariamente bondadosa mientras un horrendo caballero debe ser una persona crapulenta. Esto, que sería asumido por mucha naturalidad por los cristianos y muy particularmente por San Agustín, provocaría los problemas clásicos que podemos imaginar cuando hablamos de algo como la transustanciación de la carne y el alma: a pesar de la obsesión humana porque la belleza tiene que ser una forma contemplativa de la verdad, la realidad es que ser bello u horrendo tiene más que ver con el azar que con una auténtica disposición del alma. Y, por ello, es imposible pretender hacer una antropología o un arte que se sustente en la idea misma de belleza; si pretendemos plasmar el alma del hombre, tendremos que renunciar a la idea de la belleza inherente de la verdad.
Esto no es nada nuevo, ya que se aceptaría con cierta normalidad en la estética de la modernidad tardía, especialmente por el particular énfasis que puso el descreído Oscar Wilde en su obra El retrato de Dorian Gray. En esta se nos expresaba de un modo pragmático, aunque aun secundario, como la belleza y la juventud no iban en consonancia con lo que el arte dictaba al respecto de aquel que estaba representado en la obra; quizás la belleza de Dorian Gray fuera incontestable en su físico, pero cada acto de crapulencia le envilecía cada vez más en el arte que retrataba aquello que asistía de forma profunda en su ser mismo. Éste no era más que un cascarón vacío de una belleza imposible y magnífica, capaz de corromperse completamente en un hedonismo hueco que sólo servía para obviar el hecho mismo de que su exterior no reflejaría nunca fielmente su interior en la fisicalidad misma.