Cuando se ama a la democracia se abre la puerta a la dictadura
El dictador, de Sacha Baron Cohen
Aunque consideremos la democracia como la conformación política más deseable de cuantas se puedan obtener hasta el momento, siendo las demás alternativas apenas sí una pálida sombra de esta tanto en uso como en práctica, la realidad es que estar circunscritos dentro del, hipotético, mejor de los sistemas posibles nos impide cualquier posibilidad de crítica real hacia él; cualquier intento de adscribirse a la idea de que un acto democrático pueda ser despótico, será tachado ipso facto de ser propio de intolerables negacionistas de la soberanía popular. Pero, de hecho, en las democracias contemporáneas se da de una forma completamente naturalizada una gran cantidad de actos que están muy lejos de reflejar el sentir nacional que, en teoría, debería reflejar tal sistema. Es por ello que toda puesta en duda de la democracia jamás se hace desde un ataque directo y esclarecedor de sus problemáticas internas a solucionar sino que, necesariamente, esto ha de darse a través de los subterfugios del humor.
En éste sentido El dictador funciona en dos sentidos bien diferenciados: como una fabulación poscolonialista à la Borat y como una suerte de remake de El gran dictador de Charlie Chaplin. En éste primer sentido, que ocupa a su vez el grueso de la película en sí, no para de hacer aguas por la imposibilidad radical de alcanzar ni los puntos de humor ni de crítica social que sí supo imprimir de una forma radical en Borat, opera magna que El dictador juega a imitar pero jamás llegar siquiera a rozar, tanto por la perdida del factor pseudo-realismo —aquí no hay una espectacularización de la ficción, no se nos pretende hacer creer por real lo ficticio, y cuando lo intenta fracasa miserablemente— como por lo trillado del tema en estos últimos once años marcados por la catástrofe del 11‑S. En el segundo sentido, sin embargo, funciona como una oblicua patada en los genitales hacia todos los sistemas políticos del mundo: la burla sistemática del papel del dictador, siempre ninguneado por su imbecilidad, sólo es superada cuando se encuentra en la situación de verse con la posibilidad de alcanzar un poder real: cuando dota de democracia a su pueblo es cuando realmente descubre como ser un auténtico dictador — como Chaplin parte de la convención del dictador idiota, de aquel que es una amenaza más por estúpido que por malvado aun cuando, de hecho, lo es por sustituido.