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The Sky Was Pink

articular la realidad a través de las llamadas de teléfono

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Ante las rui­nas del mun­do só­lo ca­be mi­rar atrás pa­ra in­ten­tar re­crear­se en los he­chos que ya fue­ron pe­ro ja­más vol­ve­rán a ser pe­ro, ¿qué ocu­rri­ría si pu­dié­ra­mos via­jar en el tiem­po pa­ra evi­tar el su­ce­so que ha lle­va­do al co­lap­so fi­nal de la ci­vi­li­za­ción? En el es­tu­pen­do cor­to­me­tra­je Agustín del Futuro nos pro­po­nen el más sen­ci­llo mo­do de sal­var a la hu­ma­ni­dad en tal ca­so: lla­man­do por te­lé­fono. Número a nú­me­ro, per­so­na por per­so­na, in­ten­ta con­ven­cer­los de la ca­tás­tro­fe que es­tá por ve­nir con el fra­ca­so que le es pro­pio al me­sías; na­die le cree por­que es­tá fue­ra de su con­fi­gu­ra­ción del mun­do co­mo pa­ra po­der creer­lo. Sus in­ten­tos son in­fruc­tuo­sos en tan­to va dan­do pa­los de cie­go, no sa­be don­de se si­túa el pun­to exac­to don­de po­drá en­con­trar la per­so­na ade­cua­da pa­ra sus pro­pó­si­tos. Aunque es­tos sean, en reali­dad, los de lu­crar­se a tra­vés del en­ga­ño más descarado.

Durante su bre­ve me­tra­je Agustín va ar­ti­cu­lan­do una im­pro­vi­sa­da fic­ción a tra­vés de la cual in­ten­ta en­ga­ñar a con­fia­dos des­co­no­ci­dos pa­ra así el no te­ner que tra­ba­jar más allá de sus ab­sur­das ma­ni­pu­la­cio­nes te­le­fó­ni­cas. Su éxi­to mo­de­ra­do cris­ta­li­za en una de­sidia ab­so­lu­ta por man­te­ner si­quie­ra una co­he­ren­cia in­ter­na con res­pec­to de su dis­cur­so; de la reali­dad que es­tá crean­do. Su úni­co pro­pó­si­to es la ob­ten­ción de un be­ne­fi­cio lo más in­me­dia­to po­si­ble aun cuan­do por ello cai­ga en la in­efi­cien­cia que le im­pi­de su re­sul­ta­do. Así las víc­ti­mas de las es­ta­fas te­le­fó­ni­cas caen en una fic­ción que se les pre­sen­ta, y creen, co­mo real; las men­ti­ras de Agustín so­bre una in­mi­nen­te gue­rra nu­clear se vuel­ven cier­tas en el pre­sen­te en tan­to hay quie­nes las creen así, aun cuan­do nun­ca se pro­yec­ta­rán en el fu­tu­ro co­mo tales.

El fi­nal, apo­teó­si­co, nos de­mues­tra la pa­ra­noia del que ha si­do pro­yec­ta­do ha­cia una reali­dad si­mu­la­cral a tra­vés de la cual no pue­de pro­yec­tar­se has­ta su ago­ta­mien­to ‑si es que no se vie­ra ali­men­ta­da en un futuro- en con­tras­te con la cal­ma sa­tis­fac­to­ria del que ha crea­do esa irre­gu­la­ri­dad en su mun­do; esa nue­va ima­gen del mun­do. Sólo ar­ma­do de un te­lé­fono, una ris­tra de ideas in­ve­ro­sí­mi­les y la for­tu­na por con­fi­den­te va ar­ti­cu­lan­do una red de men­ti­ras cap­cio­sas de las cua­les sa­car un be­ne­fi­cio tan­gi­ble in­me­dia­to, ya sean bie­nes ma­te­ria­les o la sa­tis­fac­ción de crear un mun­do fic­ti­cio que se tor­na en reali­dad; en si­mu­la­cro. Por eso el que es­tá en el te­lé­fono, el que nos en­ga­ña des­de el otro la­do, asu­me el pa­pel del ar­tis­ta ‑o de los per­pe­tra­do­res de Agustín del Futuro- que nos ha­ce creer, aun­que só­lo sea du­ran­te un tiem­po li­mi­ta­do, en otras reali­da­des su­per­pues­tas so­bre la nues­tra. Tras la reali­dad se es­con­de el si­mu­la­cro que es­con­de tras de sí una nue­va realidad.