Pudridero, de Johnny Ryan
Cuando se vive en tiempos políticamente correctos, el auténtico acto subversivo es la destrucción de la esencialista placidez dictatorial en la que se circunscribe el pensamiento. Cuando cualquier cosa que pueda resultar ofensiva para un colectivo cualesquiera es de inmediato obliterada ya no sólo de la acción pública, sino del lenguaje mismo —lo cual le acerca peligrosamente hacia posturas netamente totalitarias — , es inútil acudir a argumentos grandilocuentes al respecto de la disposición ideológica de esa censura (mínimamente) encubierta: igual que matar moscas con cañonazos es inefectivo, aludir a componentes históricos, antropológicos o filológicos se muestra esquivo ante unas ideas que sobrevuelan nuestro tiempo sin apoyarse en ninguna realidad más allá de la idea líquida del respeto. ¿Cómo se puede enfrentar alguien contra esa ola de bien pensantismo, de apología de la integración y el respeto, a través de la anulación radical de toda diferencia? Acudiendo a la forma más directa posible del discurso, el aludir al caracter primario de éste para evidenciar el absurdo propuesto; esto es lo que consigue Johnny Ryan en Pudridero.
Pudridero es la historia de Carantigua, un criminal de pasado desconocido el cual es arrojado a un mundo lleno de seres depravados que luchan a muerte para hacerse con el control de zonas específicas del planeta o intentar huir del mismo a través de elaborados artificios místico-tecnológicos. En este mundo la única realidad posible es la de la pirueta en forma de hostia de proporciones inhumanas, el erotismo embadurnado de violencia, el fluído como dialéctica última de la relación entre los diferentes individuos allí abandonados; no hay una lógica propiamente humana detrás, sólo un montón de asquerosos bastardos jugando al más dificil todavía de la escatología violenta con doble salto mortal hacia el absurdo.