¡Terror! (al compromiso): Park Chan-wook contra las vampiras

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¿Qué pen­sar de un hom­bre atrac­ti­vo, con di­ne­ro, tí­tu­lo no­bi­lia­rio, de cier­ta edad pe­ro con as­pec­to ju­ve­nil, que es un gour­met en la co­ci­na y man­tie­ne im­po­lu­ta una enor­me man­sión a la cual se de­di­ca con es­me­ro co­mo si se tra­ta­ra de un hobby más que de una obli­ga­ción? Aunque sin du­da pa­re­ce un hom­bre de en­sue­ño pa­ra cier­ta cla­se de mu­jer, aque­llas más pró­xi­mas al «sín­dro­me de Electra», en reali­dad es­ta­mos ha­blan­do de uno de los per­so­na­jes más ex­plo­ta­dos de la his­to­ria del te­rror: el Conde Drácula. Y si bien a prio­ri el hom­bre ideal es un vam­pi­ro, tie­ne un pe­que­ño de­fec­to: es rea­cio al com­pro­mi­so. Aunque sea al­go com­pre­si­ble, ya que el ma­tri­mo­nio es una ins­ti­tu­ción cris­tia­na, sí que le he­mos co­no­ci­do una cier­ta can­ti­dad va­ria­ble de no­vias en el trans­cur­so de su vi­da; in­clu­so el san­gui­no­lien­to gentle­man de­fi­ni­ti­vo sien­te pá­ni­co an­te la idea de pa­sar por la vicaría.

Esta idea es ex­plo­ta­da es­té­ti­ca­men­te por Park Chan-wook en el vi­deo­clip de V, el úl­ti­mo cam­ba­la­che pop de Lee Jung Hyun, en el cual un po­bre ato­lon­dra­do lle­ga por ac­ci­den­te a un cas­ti­llo don­de una le­gión de vam­pi­ras le ato­si­ga­rán con la in­ten­ción de con­se­guir ca­sar­lo con ellas. En el pro­ce­so, des­plie­ga una ba­rro­ca es­ce­no­gra­fía —que su­ma­do a lo re­car­ga­do aun­que su­ge­ren­te de los tra­jes nos trans­mi­te la idea de es­tar an­te la ca­sa de mu­ñe­cas de una afor­tu­na­da ni­ña del XIX; o de un adi­ne­ra­do co­lec­cio­nis­ta del XXI— acom­pa­ña­da de una su­ce­sión de pla­nos ex­cep­cio­nal­men­te lar­gos pa­ra tra­tar­se de un vi­deo­clip. Será del jue­go de pla­nos de lo que ha­ga uso pa­ra prac­ti­car una elec­ción na­rra­ti­va en el plano es­té­ti­co: el con­tras­te en­tre pla­nos ce­rra­dos pa­ra la pro­ta­go­nis­ta y pla­nos ge­ne­ra­les pa­ra los bai­les y los deses­pe­ra­dos in­ten­tos de hui­da del hom­bre, se nos dan co­mo con­tras­ta­dos per­fi­les vi­sua­les a tra­vés de los cua­les se trans­mi­te una cier­ta idea de irrea­li­dad an­te lo ex­pues­to: los re­cuer­dos na­cen de lu­ces apa­ga­das, que con­ge­lan el pre­sen­te; lo que ocu­rre fue­ra del es­pe­jo es di­fe­ren­te de lo que nos re­fle­ja el mis­mo: en am­bos ca­sos se re­sal­ta la con­di­ción es­qui­zo­fré­ni­ca de la situación.

¿Que fun­ción úl­ti­ma ten­dría es­te jue­go de pres­ti­di­gi­ta­dor? Personificar la sen­sa­ción de que ella, más que mu­jer, es un en­te so­bre­na­tu­ral que in­ten­ta fa­go­ci­tar al po­bre des­pre­ve­ni­do que se equi­vo­có al en­trar en la man­sión, en su ho­gar, en su exis­ten­cia. Idea que se re­fuer­za con la con­ver­sión de las chi­cas en cria­tu­ras fan­tas­ma­gó­ri­cas; to­do cuan­to ocu­rre en la man­sión es más un jue­go in­fan­til, una fan­ta­sía de una men­te que plan­tea una si­tua­ción por la iner­cia de los ma­te­ria­les a los cua­les tie­ne ac­ce­so que por una cons­cien­cia real de és­tos, que un au­tén­ti­co acer­ca­mien­to ha­cia el te­rror. Salvo las reac­cio­nes de aque­llo que ac­túa co­mo una in­tro­duc­ción del de­seo ex­terno: el hombre.

El do­ble acer­ca­mien­to en la na­rra­ti­va que nos pre­sen­ta Park, la cual se nos da­ría a tra­vés del jue­go pers­pec­ti­vas: el del chi­co y el de la chi­ca, ser­vi­ría pa­ra re­for­zar esa idea de la fun­ción del de­seo que cons­tru­ye a lo lar­go del vi­deo­clip. Para él, es una his­to­ria de te­rror in­com­pren­si­ble don­de un mons­truo na­ci­do del averno —la que su­po­ne­mos su no­via, lo sea o no— de­ci­de en­tre­la­zar su des­tino con el su­yo in­clu­so cuan­do él ve de­ma­sia­do de­li­ca­do su­po­ner que es ló­gi­co unir­se con al­guien «has­ta que la muer­te los se­pa­re»; pa­ra ella, es una his­to­ria de te­rror ro­mán­ti­co don­de lo ho­rro­ro­so na­ce de la im­po­si­bi­li­dad de con­cre­tar la ex­pe­rien­cia de su bo­da sin que és­ta pa­rez­ca des­mo­ro­nar­se cuan­do ella se da la vuel­ta. Si pa­ra ella tie­ne un tin­te di­fe­ren­te, el ro­mán­ti­co, es por aque­llo que se subs­trae de la pro­pia can­ción, V, «vic­to­ria»; ella ga­na por­que, des­pués de la to­ta­li­dad de sus vi­ci­si­tu­des, con­si­gue ca­sar­se con el que con­si­de­ra hom­bre de su vi­da, in­clu­so si es en con­tra de la vo­lun­tad de és­te: lo ata y co­si­fi­ca, con­vir­tién­do­le en una pie­za más de una fan­ta­sía pro­yec­ta­da en un jue­go da­do a tra­vés de una ca­sa de muñecas.

Aunque és­to es­tá en la can­ción ori­gi­nal, la in­ten­ción de Park Chan-wook con el ví­deo pa­re­ce más pró­xi­ma a la des­te­rri­to­ria­li­za­ción del ca­rác­ter im­po­si­ti­vo de las re­la­cio­nes de pa­re­ja que un acer­ca­mien­to po­si­ti­vo ha­cia el mis­mo. Es por eso que el tono hu­mo­rís­ti­co, de tea­tro de ma­rio­ne­tas, va im­pri­mien­do un con­jun­to que se nos pre­sen­ta co­mo un ho­rror bu­fo; lo kitsch de la pro­pues­ta se­pul­ta cual­quier in­ten­ción de ho­rror pa­ra dar una sen­sa­ción de exa­ge­ra­do car­toon de car­ne y hue­so, ha­cien­do sus in­ten­cio­nes tan iló­gi­cas co­mo las de un Coyote ob­ce­ca­do con El Correcaminos — la di­fe­ren­cia es que aquí El Correcaminos es el no­vio in­ca­paz de com­pren­der las in­di­rec­tas de las con­ven­cio­nes so­cia­les, des­fi­gu­ra­das en for­ma de cuen­to de te­rror. Ella no es ver­du­go in­ten­cio­nal de su víc­ti­ma, sino que es­tá con­ta­mi­na­da por unas con­ven­cio­nes so­cia­les que la ob­je­tua­li­zan: si él es un ju­gue­te en ma­nos de ella, és­ta no de­ja de ser el ju­gue­te pri­me­ro a tra­vés del cual se ar­ti­cu­la el jue­go: sin Coyote, no ha­bría his­to­ria pa­ra El Correcaminos.

¿Cómo no sen­tir te­rror an­te el com­pro­mi­so? —po­dría de­cir­nos Park Chan-wook. En úl­ti­mo tér­mino, uno no se ca­sa con la per­so­na ama­da, sino que se des­po­sa con las fan­ta­sías de esos otros que creen que no ama­re­mos real­men­te a al­guien has­ta que nos ca­se­mos con él; ca­sar­se es co­si­fi­car­se an­te un de­seo na­ci­do del ex­te­rior. Cómo iba a ca­sar­se Drácula, si el ser eterno ya es­ta­ba va­cia­do de to­da ex­pe­rien­cia de la vi­da an­te la au­sen­cia del tiem­po que le mo­vie­ra: el vam­pi­ro ya es­ta­ba ca­sa­do con la eter­ni­dad y el vi­vo só­lo se ca­sa has­ta la eter­ni­dad. Hasta el fin de su es­tan­cia en la sociedad.

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