topografía del ser a través de la música

Para co­no­cer al­go en pro­fun­di­dad de­be­mos ha­cer un es­tu­dio to­po­grá­fi­co de ese ele­men­to; es ne­ce­sa­rio es­tu­diar­lo en to­das sus di­fe­ren­tes ca­pas de se­di­men­ta­ción pa­ra po­der de­ter­mi­nar la for­ma au­tén­ti­ca que sus­ten­ta en su in­te­rior. He ahí que en un dis­cur­so, co­mo en una per­so­na, se de­ba prac­ti­car una ex­ca­va­ción pro­fun­da, de prin­ci­pio a fin, co­mo mo­do de di­lu­ci­dar el com­ple­jo de­ve­nir del ser a tra­vés de los di­fe­ren­tes es­tra­tos que se van so­la­pan­do en­tre sí. Esta prac­ti­ca co­men­za­re­mos aquí con Heavy Metal Me de Boris a tra­vés de los di­fe­ren­tes vi­deos que se aglu­ti­nan en su seno.

null

El co­mien­zo es­pec­ta­cu­lar a tra­vés de A Bao A Qu nos en­se­ña un trán­si­to erran­te que co­mien­za en el es­ta­tis­mo se­reno de to­dos los ele­men­tos de sus es­ce­nas, en los cua­les, hay una ab­so­lu­ta au­sen­cia de evo­lu­ción a tra­vés de su ve­lo­ci­dad iner­cial nu­la; no hay cam­bio ni de­ve­nir. Como en la le­yen­da del A Bao A Qu, don­de la for­ma­ción del mis­mo só­lo se da en la len­ta es­ca­la­da de la to­rre de aque­llos que son de co­ra­zón pu­ro, len­ta­men­te se va con­for­man­do la can­ción a tra­vés de una ve­lo­ci­dad as­cen­den­te ma­ni­fes­tán­do­se co­mo tal só­lo ha­cia la mi­tad del tra­yec­to. Este via­je en pa­ra­le­lo con la en­ti­dad bor­gia­na se re­ma­ta ha­cia el fi­nal cuan­do to­do se de­rra­ma con una fu­ria des­truc­ti­va, con el A Bao A Qu con­for­ma­do en iden­ti­dad com­ple­ta, ca­yen­do por las es­ca­le­ras de for­ma es­tre­pi­to­sa; el fi­nal es el de­ve­nir com­ple­to que lo es só­lo en su regresión.

La es­pec­ta­cu­la­ri­dad de to­das las ca­pas que se van su­per­po­nien­do en la can­ción, que van crean­do al A Bao A Qu en su evo­lu­ción, se da en la con­jun­ción de la mú­si­ca y la ima­gen pues, en am­bos ca­sos, lo que de­fi­ne su iden­ti­dad es la di­fe­ren­cia de rit­mos. Las ra­mas de ár­bol flo­tan­do a di­fe­ren­tes ve­lo­ci­da­des, co­mo los ins­tru­men­tos vo­lan­do so­bre las no­tas con ve­lo­ci­dad dis­par, nos de­fi­nen esa iden­ti­dad múl­ti­ple de la iden­ti­dad has­ta es­ta­llar. Cuando so­bre­pa­sa la puer­ta y só­lo que­da el rui­do blan­co en con­jun­to con la pan­ta­lla en ne­gro, aun­que el ser se ha­ya cons­ti­tui­do y ha­ya de­ja­do de ser ya, ha de­ja­do su con­di­ción mis­ma im­pre­sa en el mundo.

null

En el se­gun­do frag­men­to, The Evilone Which Sobs, pa­sa­mos de mi­rar a la en­ti­dad a tra­vés del otro pa­ra ha­cer­lo a tra­vés de al­go mu­cho ma­yor que un sim­ple hu­mano: mi­rar­nos re­fle­ja­dos en el uni­ver­so pa­ra de­fi­nir los lí­mi­tes de nues­tro mun­do. Aquí nos en­con­tra­mos una cons­tan­te con­ca­te­na­ción de imá­ge­nes oní­ri­cas de lo que se su­po­ne son gra­ba­cio­nes del cie­lo nu­bla­do pa­sa­dos por di­fe­ren­tes fil­tros de co­lor. La ex­tra­ña geo­me­tría que cons­tru­ye nos acer­ca a esa sig­ni­fi­ca­ción tan pro­pia de Lovecraft en la cual un or­den caó­ti­co es­con­de la reali­dad de un uni­ver­so que es­ta­mos le­jos de com­pren­der; la reali­dad es­con­de un or­den par­ti­cu­lar que no so­mos ca­pa­ces de com­pren­der. Por ello, en la caí­da de nues­tro de­ve­nir, en­tre nues­tros la­men­tos a tra­vés de pro­fun­dos y du­ros dro­nes va­mos vien­do pa­sar una reali­dad que no cons­ta­ta­mos co­mo propias.

En es­tos la­men­tos del mal pri­me­ro, en es­ta nue­va con­for­ma­ción a tra­vés de los la­men­tos de una en­ti­dad más allá del es­pa­cio y del tiem­po, nos si­tua­mos en la po­si­ción de es­pec­ta­do­res an­te una ven­tis­ca. Aunque qui­sié­ra­mos po­der ha­cer al­go en es­te ins­tan­te no so­mos más que ob­je­tos de un de­ve­nir bru­tal en el plano don­de to­do es ex­ce­si­va­men­te gran­de pa­ra nues­tro ín­fi­mo ta­ma­ño; el de­ve­nir en­ti­dad cós­mi­ca es al­go ale­ja­do de las po­si­bi­li­da­des hu­ma­nas. Y, co­mo tal, la mi­ra­da an­te él siem­pre es in­ge­nua o, en el peor de los ca­sos, ab­so­lu­ta­men­te irracional.

null

En el ter­cer frag­men­to, heavy me­tal me, lle­ga el mo­men­to de la in­tros­pec­ción pro­fun­da del yo-mismo. A tra­vés de imá­ge­nes des­gas­ta­das só­lo ador­na­das del so­ni­do de la es­tá­ti­ca ve­mos a Wata en una na­rra­ción no-lineal don­de no ocu­rre na­da más allá de la re­fle­xión. Conduciendo a tra­vés de sus pro­pios pen­sa­mien­tos, de las imá­ge­nes de sí, in­ten­ta en­con­trar cual es su po­si­ción en el mun­do; quien es ella en tan­to ser en sí mis­mo. Para ello nos va con­du­cien­do a tra­vés de fra­ses li­ge­ras, ca­si in­co­ne­xas, por las cua­les in­ten­ta de­ve­nir en co­mo se si­túa el mun­do. A tra­vés del ver co­mo se re­fle­jan las co­sas en el mun­do, par­ti­cu­lar­men­te el cie­lo en el agua pe­ro no al re­vés, in­ten­ta en­con­trar su pro­pio ser en el mundo.

El pen­sar en el yo co­mo un mi mun­do per­mi­te que cual­quier res­pues­ta que pu­die­ra ser sus­traí­da de la vi­sión del mun­do, de la reali­dad co­mo de­fi­ni­dor de to­da en­ti­dad, pue­da con­di­cio­nar quien soy yo. El pro­ble­ma es que lle­ga a la con­clu­sión de que yo no soy un ser en el mun­do co­mo tal y por tan­to no pue­do ver­me re­fle­ja­do en el mun­do que es mi mun­do; el mun­do ca­re­ce de ma­ra­vi­lla en tan­to ca­re­ce de re­fle­jo de mi en el mis­mo. Por ello la in­tros­pec­ción con res­pec­to al mun­do no fun­cio­na, só­lo que­da la in­tros­pec­ción pro­yec­ta­da ha­cia el mundo.

null

En es­te úl­ti­mo pun­to es don­de se si­túa la gra­ba­ción de los con­cier­tos don­de to­ca­ron Feedbacker y Flood. Como una fuer­za que re­gre­sa de sí en flu­jos cons­ti­tu­yen­tes, en la fun­da­ción de una ex­pre­sión ar­tís­ti­ca en el mun­do, me pro­yec­to co­mo con­for­man­te de ese mun­do que es mi mun­do; mi mi­cro­cos­mos. Sólo en tan­to con­si­guen al­can­zar es­ta ló­gi­ca de la re­tri­bu­ción de mi ser ha­cia el mun­do pa­ra que, en tan­to cons­ti­tu­yen­te de ese mun­do, yo de­ven­go en mun­do pue­do auto-reconocerme en la mi­ra­da de ese mun­do. He ahí la im­por­tan­cia del ar­te en la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad, pues és­te es el ca­ta­li­za­dor del con­for­mar­se co­mo una en­ti­dad au­tó­no­ma en aquel mun­do que cons­tru­yo co­mo mi mundo.

No hay na­da más allá de ese mi­cro­cos­mos que soy yo mis­mo, pues to­do el mun­do exis­te en tan­to la re­tri­bu­ción siem­pre se con­du­ce en am­bas di­rec­cio­nes. El mun­do me cons­ti­tu­ye por­que yo pri­me­ro lo cons­ti­tu­yo en re­co­no­ci­mien­to, ha­cien­do así de los flu­jos un ri­zo­ma im­po­si­ble don­de no hay prin­ci­pio ni fin, só­lo un trán­si­to de una li­nea me­dia continua. 

null

Y más allá de mi mun­do no es que no ha­ya na­da, es que ca­re­ce de im­por­tan­cia lo que ha­ya. Ante la ab­so­lu­ta im­po­si­bi­li­dad de lle­gar a co­no­cer aque­llo que exis­te pe­ro me es ajeno, pues só­lo des­de aque­llo que re­co­noz­co ‑que es aque­llo don­de me auto-reconozco- pue­do com­pren­der lo exis­ten­te, só­lo pue­do com­pren­der mi mun­do; el mun­do don­de he si­do cons­ti­tui­do. Y to­do lo que hay más allá de él es la fría ra­zón iló­gi­ca de aque­llos que in­ten­tan ha­cer cien­cia del es­tu­dio de aque­llo que no se pue­de ver ni estudiar.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *