Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoyevski
No existe hombre en el mundo, y con esto referimos hacia el hombre medio, mundano, que no se deje llevar por una idea errónea sobre su propia humanidad. Viciado de la gloria del pasado, de una herencia sublime subrayada entre sus congéneres, cree que en la humanidad está todo lo que hay de excepcional en el mundo y, en tanto en así, el será capaz de beber de las aguas de la universalidad infinita de la posibilidad humana. Si no hay limitaciones, si el hombre puede aprehender o crear todo aquello que le plazca, aquel no escribe como Fiódor Dostoyevski no es por una clara incapacidad de talento y, muy especialmente, una total ausencia de oficio, lo es exclusivamente porque sus coetáneos le zancadillean, le torean, le humillan; el fracaso es siempre culpa de los demás. Y lo es no porque nos deseen mal, que en realidad no es así en tanto para ellos sólo somos fantasmas que pasan a su lado y poco o nada valen si nada tenemos para aportarles de cuanto desean, sino debido a que son demasiado imbéciles para percatarse del auténtico genio de la humanidad cristalizado en una sola presencia. En nosotros. En el yo absoluto que soy yo.
Uno de estos genios maravillosos, empequeñecidos por las circunstancias de la existencia (de los demás), estaría escrita por un genio iracundo cuyo nombre desconocemos porque en realidad plasmó todos sus pensamiento en un largo monólogo interior excesivamente consciente de sí mismo. No le conocemos, no está escrito para que nadie lo lea; la entidad está borrada porque podría ser usted, podría ser yo ‑y, no lo niego, entre risas me he visto caracterizado en algún patético momento pasado de la existencia- o podría ser cualquier otro que mira (demasiado) por encima del hombre a su prójimo, a sus otros humanos. ¿Por qué si hemos establecido que los seres humanos somos la gloría de la existencia, epicentro de todo cuanto existe, el iracundo narrador necesita desfogar ante cuanto existe? Ne pas garder sa langue dans la poche ‑les digo yo, pero lo siguiente les diría éste:
Debido a su estrechez de espíritu, toman las causas secundarias, inmediatas, por las principales; y mucho más fácilmente, mucho más rápidamente que los no obtusos, se imaginan haber encontrado las razones sólidas, fundamentales, de su actividad.
Los demás son estrechos de espíritus, idiotas que no están conectados con la lien divine y, por tanto, viven como animales aprovechando sólo el triunfo de los demás, de los auténticos genios que conectan con la auténtica divinidad, yo infinito, de la humanidad como regidora de todo cuanto existe y ha de existir. Esta sería la linea que tomaría Jean-Paul Sartre para afirmar, con la prolija pedantería de la que sólo puede dotar la imbecilidad auténtica ‑no se lo tomen a mal, seguidores del menos filósofo de los escritores, el menos escritor de los filósofos: si el pudo llamar a Flaubert imbécil, yo puedo permitirle semejante lujo con respecto de sí‑, que la novela es una antesala del existencialismo y una particular influencia para su propia filosofía; mal hay que saber leer para no ver algo de lo que no está dotada la obra de Sartre, algo para lo cual un francés plagiarista de los alemanes no está preparado: el humor ‑el cual, por otra parte, deberíamos considerar la antítesis de cualquier forma de humor, risa o visión no extremadamente literal de la literatura. Y es que el humor, además de una cosa muy seria, es algo que impregna cada instante de esta mémoire.
Muertos aquellos con los que más cercanos se está, bien aliñado por la condición de estigmatizado por los problemas con la sociedad, es lógico que con la biografía al lado sea fácil leer unas memorias como lo que no es y querer ver la seriedad donde está la auto-parodia ‑o así es cuando no se tiene sentido del humor. Pero Dostoievsky, muchísimo más inteligente que la mayoría de sus influenciados, sabía que cuando uno sufre es el momento de ponerse en situación para empezar a reír: ante la tragedia más tragedia no ilumina el camino, sólo provoca más tragedia. Es por ello que piensa en su yo de juventud, ese pequeño imbécil con aires de la realeza ‑seguramente de los pavos‑, en el que se convirtió después de Pobres gentes que sufriría el azote de los críticos con El doble; no es sólo una parodia de estas, de la tragedia engalonada que esgrimía con furor, sino que también es una burla hacia su actitud altiva hacia los críticos de la época ‑o, Belinski, tú que fuiste bueno conmigo, ¿por qué ahora te muestras tan malvado?- que pretendieron destruir su obra. Sí, Dostoievsky fue un imbécil, la diferencia con Sartre o con la mayoría de la gente considerada inteligente es que al ruso se le pasó.
Imbéciles aparte, entre los cuales ya no se puede contar ningún ruso recordado como leyenda literaria pura, también hemos de admitir que esta novela ha tenido maravillosos lectores entre los cuales cabría destacar uno particularmente delicioso: Friedrich Nietzsche; idiot savant dostoievskyiano, hijo pródigo de la furia deseante, ojo derecho de la contemporaneidad francesa -c’est magnifique!. Y con respecto de la novela afirmaría algo tan breve que seguramente haría vomitar de rabia a los ignorantes que creen que la literatura y el pensamiento deben medirse por su medio o su recorrido: (Memorias del subsuelo es) un alarde genial de psicología, una especie de autoescarnio del γνῶθι σεαυτόν. ¿Y donde se encuentra éste escarnio del conócete a ti mismo ‑pues, recordemos, el auto ya lo vimos antes-? El protagonista de la novela, siempre tan magnánimo con los pobres idiotas como nosotros, nos lo explica:
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe…, ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa.
Estamos pues, sin ningún lugar a dudas, ante las memorias de un imbécil: si cree que la humanidad es espejo de todo cuanto es bueno en el mundo, epicentro de toda radiante realidad, no cabe la imbecilidad como único campo de triunfo. ¿De qué sirve conocerse a uno mismo sí en ese conocer sólo descubrimos nuestra solemnidad, nuestra inteligencia y nuestra superioridad con respecto del otro si no podemos enfocarlas hacia bienes más productivos que el lloro histérico o la escritura de memorias involuntariamente ‑con respecto del protagonista, no del autor- humorísticas? Conócete a ti mismo, porque la humanidad es fuente central de todo ser-en-el-mundo, es una estupidez como otra cualquiera; desde la introspección sesuda, brutal, constante y exclusivistas no se descubrirá jamás como tratar con los otros, ni siquiera se podrá aprender las cosas importantes de la vida humana como amar o apreciar el arte, sólo un perpetuo autodesprecio o el narcisismo más abyecto. Y esto, a fin de cuentas, es caer precisamente en la misma imbecilidad que avistamos en los otros.
De poco vale poder descubrir como todos los demás son idiotas con respecto de nosotros, porque eso sólo pueden verlo los imbéciles; no hay nada en el mundo ni en la vida que sea apreciable si se cree que el ser humano, y más específicamente el yo finito que soy yo, es principio y final de toda verdad. Ser imbécil es abrazar el solipsismo ante el terror de sufrir l’isolation, que abrazan en tanto la rehuyen, ante su incapacidad de alcanzar la social verité; el humor, la liberación disipatoria de la estupidez.
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