veneno en la sangre

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Poco se pue­de ha­blar que no se ha­ya di­cho ya de Crank, que se da a sus ex­ce­sos, que be­be de los me­jo­res mo­men­tos de GTA o que su adre­na­li­ti­co y anar­qui­co es­ti­lo le con­fie­re su gran fuer­za vi­sual. A fin de cuen­ta to­do es­to y to­do lo que se quie­ra apos­ti­llar re­fe­ri­do a su es­ti­lo vi­deo­jue­guil, de vi­deo­clip y su re­fe­ren­cia­li­dad, es cier­to y par­ti­ré des­de ese punto.

Crank nos cuen­ta la his­to­ria de un ase­sino al que le han in­yec­ta­do un ve­neno que lo ma­ta­ra en me­nos de una ho­ra se­gún des­pier­ta, pe­ro pron­to des­cu­bre co­mo la adre­na­li­na y la epi­ne­fri­na anu­lan bre­ve­men­te los efec­tos de la dro­ga de­ján­do­se arras­trar a un tour de for­ce bes­tial en bus­ca de ven­gan­za y, si es po­si­ble, una cu­ra. Lo que en ma­nos de otros se­ria una ab­sur­da es­cu­sa pa­ra amon­to­nar ca­dá­ve­res y ani­ma­la­das in­ci­vi­cas en ma­nos de Mark Neveldine y Brian Taylor for­ma la más pu­ra oda a la tes­tos­te­ro­na que ja­mas se ha per­pe­tra­do. Todo va­le en pos de la adre­na­li­na, ya sea se­xo, vio­len­cia, ve­lo­ci­dad o dro­gas, el pro­pó­si­to es con­se­guir otro chu­te de adre­na­li­na, tan­to en el pro­ta­go­nis­ta Chev Chelios co­mo en el espectador.

Pero cla­ro, ¿va­le so­lo con ha­cer bu­rra­das una tras otra?, no, ca­da vez se di­fi­cul­ta más con­se­guir­lo, así que so­lo que­da o chu­tar­se epi­ne­fri­na o ha­cer el más di­fí­cil to­da­vía. Si has con­du­ci­do a al­ta ve­lo­ci­dad por la ciu­dad, haz­lo mien­tras es­tas de pie so­bre la mo­to y si ya te has que­ma­do la mano con una plan­cha na­da me­jor que abra­zar una fuen­te de al­ta ten­sión pa­ra se­guir en la cres­ta de la ola. No so­lo hay que con­se­guir re­vul­si­vos, hay que con­se­guir­los ca­da vez más fuer­te y con más es­ti­lo ya que, co­mo si de un Devil May Cry se tra­ta­se, lo im­por­tan­te no es ha­cer­lo, lo im­por­tan­te es ha­cer­lo con estilo.

Y así Crank se mue­ve du­ran­te to­da la pe­lí­cu­la en­tre el caos que ge­ne­ra Chev Chelios pa­ra man­te­ner­se con vi­da, un caos con el es­ti­lo y la so­ca­rro­ne­ría que so­lo pue­den con­se­guir quien sa­be be­ber de to­das las fuen­tes que nos ha da­do la post-modernidad.

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