El hombre, en tanto animal natural, es quizás la muestra más ridícula posible de evolución. Con una fuerza insignificante, una agilidad dudosa y unos reflejos que dejen muchísimo que desear el ser humano es, en términos naturales, uno de los escalafones más bajos dentro de la cadena alimenticia. Y es por ello que en tanto entidades naturales, no teniendo posibilidad alguna de supervivencia, nos constituimos en una nueva naturaleza: la cultural. Aunque otros animales hagan uso de herramientas o de la comunicación, algo determinante para nosotros, hemos conseguido establecer como la raza dominante a través de llevar estos dos elementos hasta el paradigma de la realidad cultural.
Por eso Bigfoot, de Steve Niles y Rob Zombie con Richard Corben a los lápices, no es más que una acumulación de clichés tan antiguos como el hombre. Sin ningún tipo de rubor nos presentan una serie de ataques de Bigfoot que acaban con la vida de los padres de un muchacho delante suyo, lo cual provocará que 20 años después vuelva a la caza del mítico monstruo norteamericano. Como una mala película de serie Z nos lleva por ridículos paisajes feístas con masacres absolutamente injustificadas: Bigfoot mata porque lo necesita, y porque puede. De éste modo nos enfrentamos en un tour de force predecible hasta la nausea donde sabemos a cada instante como acabará todo, porque hemos culturizado la naturaleza. El Bigfoot ya no es un animal, o un espécimen criptozoológico, sino que es parte de la cultura inherente de estados unidos; es parte necesaria del folklore que constituye la realidad cultural americana. De éste modo cualquier entidad natural, cualquier amenaza proveniente de la naturaleza, jamás podrá ser sólo un animal sino que tendrá que ser una entidad que se edifica como la antítesis del hombre siendo, precisamente, la síntesis entre la naturaleza y la cultura del hombre. El Bigfoot es una proyección de la propia naturaleza del hombre; lo que el hombre podría haber sido como ente natural que no necesita de la cultura, pero no es.
El mayor terror del hombre es la muerte y, por mera analogía, lo desconocido. Aquello que no conocemos, que no sabemos como reaccionará, es precisamente lo que más tememos pues es aquello que puede acabar con nuestras vidas. Por eso toda representación cultural del monstruo, del otro como entidad natural, se basa siempre en un comportamiento psicopático humano: intentamos llevarlo a una parcela donde podamos acotar su comportamiento. Sin embargo las criaturas naturales son ajenas en la realidad humana pues están más allá de toda proyección humana; son entidades cuyos comportamientos aluden a unos instintos que compartimos pero no compartimos. Es por eso que podemos enfrentarnos contra los monstruos, pues nunca peleamos contra ellos en su terreno, en la naturaleza, sino que los culturizamos para encontrar la metáfora, lo único exclusivamente humano según Ted Cohen, que define su existencia. Porque la mayor, y casi única, arma del hombre es esa, la capacidad de abstracción que lleva a poder hacer de aquello que no comprende una metáfora de sí mismo. El monstruo es la culturización a través de la metáfora del terror del hombre hacia la naturaleza.
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