Es verdad, no creemos en Dios —respondió Berlioz esbozando una sonrisa ante el miedo del turista extranjero — .
El único problema del escepticismo es que aquellos que se declaran como tal han olvidado que el suyo es un principio de intransigencia; afirman poner todo en duda, cuando sólo lo hacen con las convicciones de los demás. Sólo al empezar dudando de las ideas propias, aquellas que se sostienen como verdades universales, se puede empezar a cuestionar las verdades ajenas; aquel que no respeta las ideas que no emanan de sí pero habla sobre lo absoluto e incontestable de su opinión, lo único que hace es establecer sus prejuicios como única fe ante la cual contestar: el conocimiento auténtico nace del escepticismo permanente, de cuestionarlo todo y no dar jamás nada por hecho.
Supongamos que defendemos como incontestable que el hijo de Dios, Jesucristo, no existe porque antes de él hubo otros dioses solares con los cuales comparte rasgos, ¿no pueden ser todos uno y el mismo evocando diferentes formas según la conveniencia cultural de cada instante? Incluso suponiendo que la repuesta sea un no radical, ni siquiera entendiéndolo en sentido débil —que los dioses solares, como Jesucristo, son una interpretación de los acontecimientos físicos del mundo — , ¿qué ocurriría si hubiera habido un sólo hombre que fuera capaz de demostrar su existencia? Seamos más concretos: supongamos que hemos escrito una serie de poemas anti-cristianos que nos ha rechazado nuestro editor por cultistas, ya que al demostrar conocimiento sobre la doctrina se legitima al considerar que es necesario discutirla, cuando sólo deberíamos ridiculizar tal creencia sin molestarnos en demostrar su inadecuación específica, ¿qué ocurriría si entonces se apareciera Satán no sólo afirmando que Dios existe, sino que él lo ha conocido? Que no le creeríamos, que le haríamos el vacío ridiculizándolo; ¿y si nos lo demostrara de modo unívoco? Que reine la calma, por favor, no se pongan histéricos aún: podemos acusar de locos a quienes asistieron a la prueba si fueran pocos; encontraremos una explicación extravagante y absurda si son muchos. Ya está, no se preocupen: ya no tienen razón para cuestionarse sus creencias.
Con esta premisa comienza El Maestro y Margarita, con la aparición del demonio y su incredulidad ante toda una nación que se declara atea, y esa incredulidad es, en lo filosófico, la que mueve a Bulgákov a escribir la novela. La pregunta puede parecer sólo apremiante en lo que respecta a las creencias ajenas a lo material, lo místico y lo religioso, cuando en realidad son preguntas que se adaptan con extrema facilidad hacia aquellas cosas que permiten claudicar como terrenos del absoluto, ¿qué es el ateísmo radical de Iósif Stalin o Richard Dawkins sino una emanación de sus prejuicios carentes de todo escepticismo? ¿Qué diferencia existe entre como hablaba el padrecito sobre «comunismo» y como hablan los políticos corruptos sobre «democracia»? Ninguna elección es casual, mucho menos inocentes: leer El Maestro y Margarita como una obra de fantasía, un alegato cristiano o un panfleto político no es quedarse en la superficie de una obra que dispara más lejos, sino querer sepultar su auténtica potencia disruptora acusándola de lo mismo con lo cual nos arropamos: de prejuicio, de ideología.
Habiendo conocido la censura indirecta, aquella que se crea a través del insoportable silencio impuesto sobre el juicio que se establece respecto a las obras de quien la sufre —no se prohíbe nada explícitamente, sino que se crea una ambiente de hostilidad contra el autor — , Mijaíl Bulgákov supo que cualquier obra que pudiera considerarse como crítica hacia la URSS tendría el único resultado de las llamas. Puede que por ello, allí es donde acabó la primera versión del manuscrito de su propia mano. El problema es que, como dice Wotan en el libro, los manuscritos no pueden ser destruidos en las llamas; en las mentes de quienes los han perpetrado siguen fijados, indelebles, deseando plasmarse de nuevo blanco sobre negro: Bulgákov estuvo reconstruyendo su novela hasta que la muerte le dio alcance. Contra todo pronóstico no lo mató Stalin, sino el tiempo. Siguiendo lo que no deja de ser consignar su historia a través de la vida de El Maestro; la novela hace clarividente su visión al trascender el momento inmediato: no es una crítica de la URSS, sino de lo que hay cínico y peligroso en ella. Los regímenes políticos caen, los horribles vicios del hombre permanecen. Todo comienza con una discusión sobre la existencia de Dios no por su carácter teológico, sino ético-epistemológico: quien no duda primero de sus propias creencias jamás podrá actuar de forma beneficiosa para los demás. Incluso cuando sus creencias son dudar de los demás.
La historia, que sigue las tropelías del demonio visitando el Moscú de principios del siglo XX, se nos presenta convenientemente salpicado de una linealidad quebrada, ya que también nos narra la historia de Poncio Pilato —incluso cuando no sabemos hasta que punto es metaficción — , que acaba resolviéndose en su propia necesidad interpretativa, en tanto oblitera cualquier hilo narrativo que explicite qué es real y qué ficción. Vamos caminando entre acontecimientos, sueños, fantasías y momentos de una novela sin saber cuando estamos en qué situación con respecto de lo real, porque tampoco hace falta: somos escépticos al respecto, debemos dudar de ello, porque es el único modo de comprender su significado último. Quien sólo se deje llevar aceptando la narración de Bulgákov como un acontecimiento lineal, se encontrará con un tan coherente como aburrido panfleto dado al innecesario exceso de metáforas y fantasías.
Si hablamos de «panfleto dado al innecesario exceso de metáforas y fantasías», cosa que más de uno haría de no ser considerado Bulgákov anti-comunista y maestro de la literatura —como muchos desearían poder decir de Miguel de Cervantes que escribe mal, de no ser porque sería jugar contra lo que memorizaron — , entonces debemos recordar que las organizaciones literarias que aparecen en la novela, en su homónimo de nuestro mundo, sólo expedían el carné de escritor a quienes se inscribían dentro del realismo socialista, la plasmación de la realidad auténtica de la vida del obrero soviético. Entonces no sólo resulta que la crítica política es al menos también artística, sino que resulta además vigente: quizás ya no «socialista», pero sigue expendiéndose el metafórico carné sólo al que sigue el prefecto del «realismo». Tampoco difiere la cosa si expandimos el concepto de lo artístico hacia lo social: si bien afirmar que Dios existe de forma absoluta es irracional, restarle todo valor a la idea de Dios como constructo cultural sin hacer mediar una crítica interpretativa sólo puede hacerlo un cínico, un psicópata o un estúpido. En la cultura —en resumen: lo religioso, lo artístico, lo político y lo sentimental— todo está abierto a interpretación y conveniencia, por mucho que no sea así en la ciencia o los prejuicios.
Aunque hayamos hablado sobre interpretación, en la novela también hay un sitio descartado para hablar sobre el amor. Margarita y El Maestro se aman como se amaban Bulgákov y su tercera esposa, quedando la historia también como el testamento de su relación; el sacrificio de ambos para convertirse en lo que el otro necesita, incluso cuando suponga arriesgar la vida por una novela en la cual se ha puesto la existencia —mientras El Maestro aborrece su novela sobre Poncio Pilatos, es Margarita quien le obliga a volver a ella; sólo al volver a ella, consigue liberarse de la censura silenciosa impuesta no por la prohibición, sino por la presión psicológica que le lleva a la autoconvicción de su inutilidad. Trata sobre el amor, porque el amor es un momento del arte. Nadie que no esté enamorado escribe, porque no lo requiere con el ansia necesaria; sólo cuando existe una idea que quema en el pecho hasta ser articulada de cualquier modo, a cualquier precio, una persona se ve impelida a escribir de verdad. Escribir por obligación moral o social es como comer sin ganas: una perdida de tiempo. También por eso Wotan, o el demonio, devuelve la novela pero no la crea ni retoca: el demonio es inspiración y acto, la crítica sumarial del subtexto del libro —por ello, imposible que sea un libro cristiano — , por lo cual la devolución es sólo el libro reconociendo a su autor.
Todo cuanto ocurre en la novela de Bulgákov es un canto al amor a su mujer, a la literatura, a la humanidad. A su mujer porque es la bella Margarita, la cual lo conduce a recuperar y publicar su novela; a la literatura, porque ignora el realismo para adentrarse en la antinomia que supone la ficción como catalizador de la visión del mundo; a la humanidad, porque nos señala sin moralizar aquello en lo que somos ineptos: en no quedarnos en los prejuicios, en estar abiertos a cualquier forma de pensamiento siempre que pueda ser demostrada como la más lógica dentro de su contexto, en diferenciar entre seguir una idea de forma ciega y plantearse de forma crítica lo que nos aporta como personas y sociedad.
Debemos aprender con urgencia, y es lo que nos ofrece El Maestro y Margarita, que la ficción tiene una función más allá de plasmar la realidad inmediata tal cual es. O debemos hacerlo si no queremos caer en el pecado recurrente del siglo pasado: concebir como verdad o real sólo aquello que nos da la razón, que oculta el mundo a través de su propio simulacro. Que a veces la solución pasa por entender qué significa «Dios», en vez de aferrarse a la idea de la irracionalidad de cualquiera que hable sobre él.
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