Looper, de Rian Johnson
Uno de los lugares comunes que desato ese mal pensamiento conocido como existencialismo es la idea de que toda persona es exclusivamente aquello que elige ser: yo soy mi existencia, todo aquello que vivo sin mayor intermediación esencial de ninguna lo que supone en último término ser un ser humano. El problema es que esta cándida visión de la existencia no se sostiene por sí misma. A pesar de que quizás no estemos mediados por formas esenciales —lo cual ya es de por sí dudoso en tanto, si bien podemos no estar condicionados en tanto humanos, si estamos condicionados genética y biológicamente — , nuestra existencia no se despliega nunca como algo claro y evidente a través de lo cual podemos transitar con normalidad; no toda vivencia marca nuestra existencia, del mismo modo que no todo accidente geográfico de lo real se plasma en su mapa: sólo lo más importante, aquello que tiene una importancia significativa para concebir su exploración, es aquello que deja huella en su cartografía. ¿Por qué es así? Porque nuestra existencia no nos es revelada de forma absoluta y constante, principalmente, porque nuestra memoria es limitada y nuestra visión de los hechos siempre parcial. Sólo recordamos las cosas más importantes de nuestra vida, del mismo modo que las interpretamos y reconstruimos desde un punto de vista subjetivo; yo no soy aquello que vivo, soy aquello que recuerdo haber vivido.
Esto en Looper se nos muestra como motor central de los acontecimientos en tanto todo lo que acontece lo hace, precisamente, por la sucesión de los hechos específicos que se dan en la memoria. Esto es así incluso en la premisa básica de la película, un grupo criminal que manda a sus víctimas al pasado para que los maten asesinos del pasado, ya que parte de la connivencia de la memoria: si nadie recuerda al sujeto muerto, principalmente porque no existe aun, sus restos en el pasado-presente carecen de sentido (él está vivo o aun no existe siquiera) y en el futuro-presente se convierten en disonantes (su muerte se dataría como anterior a su desaparición o, si supieran de los viajes en el tiempo, su asesino quizás ni esté vivo ya). Partiendo de esto, la película de Rian Johnson hace malabarismos no tanto con un juego cíclico de viajes en el tiempo, los cuales son el mcguffin para hablar de otras cosas, como con un ritornello desquiciado de formas memorísticas en danza que producen una constante mutación de lo real. Si a través del montaje se confunden en la película de forma reiterativa lo que ocurre y lo que se recuerda es sólo en tanto su forma sostiene su contenido, su montaje es una reconstrucción particular de una memoria: subjetiva, interesada, incompleta.