Reflexiones sobre la pena de muerte, de Albert Camus y Arthur Koestler
La pena de muerte es algo tan común a lo largo de la historia que resulta dificil entender por qué no se justifica su existencia a través de la tradición que sustenta dentro de las formas más esenciales de la legalidad misma. Afortunadamente hoy no es más una pesadilla pasada en la mayor parte de los países civilizados, o al menos en una clara remisión, por lo cual la crueldad desaforada que se ejerce sobre aquellos que osan romper las leyes, no siempre con los quebrantos más extremos, va desapareciendo de una forma cada vez más ominosa. Aun con todo, actualmente, en España hay voces suplicantes que piden la vuelta de la pena de muerte no por sediciosa tradición —porque lo válido para los animales, especialmente si estos son robustos pero no adorables como los toros, no es igualmente válido para el hombre— sino por lo que consideran una ley que se ha ablandado hasta puntos donde el castigado es el que sufre al criminal y no el criminal mismo —siendo el caso más flagrante hoy el de José Bretón, presunto asesino de sus dos hijos menores de edad.
La problemática sustancial de que el pueblo sea el que pida la restitución de la pena de muerte es que lo hacen desde un punto de vista inconsciente al respecto de las consecuencias que esta tiene en los individuos, como de hecho esta acontece no como una restitución sino más bien como una mancha más dentro de lo sucedido. Es así que Albert Camus se encarga de subrayar de una forma magistral a lo largo de su ensayo, Reflexiones sobre la guillotina, no tanto la tremenda problemática institucional que sostiene la pena de muerte como la problemática humana de forma y fondo que suscita dentro de la sociedad esta medida disciplinaria; la problemática sustancial de la ejecución ya no es sólo que sea una medida coercitiva basada en reparar el daño haciendo el mismo daño, lo cual contraviene los principios básicos de una justicia basada en la reintegración social y (en teoría) no la venganza, sino que cuando se nos muestra como una fuerza inocua tanto para la sociedad como para el ejecutado, partiendo de la obviedad de que la muerte de éste, se está creando una ficción sobre la tendencia connatural a esta. Para ver cuanto es así, Camus nos narraría la experiencia de su propio padre al respecto de su asistencia como espectador a una ejecución: