El amor por el misterio es algo tan connatural al hombre como el terror al mismo: detrás de aquello que no conocemos se puede esconder tanto la más terrible de las amenazas como la más agradable de las visiones; sólo el débil de espíritu rehuye la posibilidad de aventura que intercede el misterio en la realidad cotidiana. Por ello el desacerbado interés de J.J. Abrams ‑el cual nos demostró, muy convincentemente, en una magnífica charla del TED- no es, ni mucho menos, una rareza exclusiva de Abrams sino un hecho normalizado a todas las personas. Todos y cada uno de nosotros vivimos motivados a través de cajas misteriosas, aun cuando no lo sepamos.
Quizás el ejemplo más paradigmático se de en la presencia de la caja en nuestra vida común. La caja como objeto cotidiano sirve para almacenar cosas pero en tanto su condición necesaria, la de separar lo que hay dentro del afuera exterior, nos oculta la realidad patente que contiene dentro de sí; toda caja es misteriosa desde el momento que desvía nuestro pensamiento desde la mirada, desde un interior fáctico y visible, hasta la imaginación, la figuración de un interior posible e invisible a mis ojos. Pero no sólo la caja y la memoria o el conocimiento ‑el haber olvidado o no saber en absoluto que hay dentro- se sitúan como paradigmas de esta relación necesaria de caja=misterio, ya que es casi tan antiguo como la humanidad. El Sol es una caja misteriosa ‑vemos la luz que nos da, pero ahora bien no podemos ver como funciona- a la que se ha ido atribuyendo diferentes realidades según la capacidad de “abrir la caja” de su conocimiento, pero también cualquier soporte físico cultural, de los libros a los cd’s pasando por vinilos, DVD’s y todo lo que se les ocurra, es una gran caja misteriosa: oculta el auténtico mensaje cifrado que contiene dentro de sí entre unas tapas cerradas que, por sí mismas, sólo podemos intuir, imaginar, que contienen.