Tú y yo, todos nosotros, somos conejillos de indias de unos cuantos carniceros que quieran probar sus experiencias más perversas en cualquier aspecto y plano de su vida. La situación de la clase media no es mucho más envidiable que la de los animales que se utilizan para experimentar en los laboratorios. Nuestro terror se esconde en A Bunny’s Life de Monokron.
Un grupo de psicópatas vestidos de conejos alrededor de una mesa de metal hacen experimentos violando y torturando cruelmente al sonido para conseguir diferentes capas de ruido de color. A frecuencias bajas sería un alivio para la tensión cerebral, a frecuencias altas es una auténtica bomba para nuestros oídos, incapaz de procesar bien ese exceso de información. Monokron nos pegan una patada en pleno lóbulo central para que nos demos cuenta de que igual que ellos nosotros también somos conejos e igual que ahora ellos nos están torturando otros muchos podrían y pueden hacerlo. La vida del conejo es ser torturado, atenerse a las reglas de un sistema creado a sus espaldas y que no respeta su vida en favor de un bien mayor, ya se llame Dios, se llame Mercado o se llame Estado. Así estos simpáticos germanos intentan abrirnos los ojos de la única manera que reaccionan los seres humanos: a hostias. Con cólera, con fuego, escupiéndonos su bilis amarilla a la cara intentando cristalizar nuestro odio que se esconde en lo más profundo de nuestro ser contra un sistema que no es que nos haya dado la espalda, es que jamás nos tuvo en cuenta.
Si Happiness In Slavery nos hablaba de la aceptación de la tortura siendo nosotros mismos nuestros peores enemigos, A Bunny’s Life gira la mirada hacia el otro como culpable de nuestro dolor una vez nos hemos desatado de las correas que nos oprimen. Y es que yo soy el otro para los demás y yo para mi mismo. Tú y yo somos los culpables absolutos del poder de El Otro.