Un problema común del marxismo en particular, pero de casi toda corriente de la izquierda en general, es su actitud combativa ciega: descuidan cualquier noción de lógica ante el combate; eluden la necesidad de no combatir siempre. Como cualquier buen estratega sabe, al menos desde Sun Tzu, no toda batalla puede ser ganada ‑de un modo equivalente a que no todo conocimiento puede ser conocido; en ocasiones se debe renunciar a uno menor por uno mayor, o dos son mutuamente excluyentes aunque válidos- y estas se ganan incluso antes de poner un sólo píe en el campo. Es por eso que se hace necesario mentalizarse de que, en primera instancia, no podemos ganar todos los combates y, en consecuencia, en ocasiones hay que saber hacerse elegantemente a un lado y brindar nuestro apoyo al “rival”. ¿Pero por qué hacer esto si va contra cualquier noción de lucha de clases, al menos aparentemente? Porque no vivimos en una realidad idílica donde El Bien y El Mal ‑lo que está bien y lo que está mal, si queremos ser moralmente exactos- esté articulado en realidades objetivas inaprensibles.
En éste sentido Detective Dee y el Fantasma de Fuego, una adaptación de las populares novelas de Robert van Gulik, es casi un paradigma de esta lucha más sustentada en un honor que en vacías categorías morales ajenas al mundo. Cuando algunos de los sirvientes más leales de la próximamente coronada emperatriz Wu Zetian comienzan a morir incinerados en circunstancias inauditas deben encontrar un modo de parar estar muertes y evitar el más que probable asesinato político que se dará antes de su coronacion, pero sólo hay una persona que pueda hacerlo: el infame Detective Dee.