Borat, de Sacha Baron Cohen
El problema de los prejuicios es que son un viaje de ida y vuelta en el que somos incapaces de reconocernos en los mismos. Cuando miramos hacia nosotros no vemos defectos tangibles, pues las máculas sociales siempre se diluyen en excusas más o menos admisibles, que sin embargo siempre vemos de una forma clarividente en el prójimo, pues al no estar mediados por un Yo directo que ejerza censura sobre nosotros mismos lo que en nosotros es translucido en el otro es evidente. Se ve antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio, aun cuando el ojo ya se esté cayendo. Si no podemos vernos en los prejuicios del otro es a causa de la imposibilidad de la mayoría de las personas de dirigir la mirada para sí; no hay una mirada que sale al exterior para volver a sí misma para reconocerse en el mundo, por lo cual la mirada sólo juzga (lo que hace x está mal) pero no paraleliza su problemática en el retorno (yo actuó como x, por lo que yo actúo mal) El ser humano medio, hoy por hoy, es incapaz de reconocerse para sí en el mundo y, aun cuando lo hace, lo achacará en la mayor parte de las ocasiones a un yo defectuoso ajeno de sí.
Precisamente, en este primer estadio de ida del reconocimiento, es donde se encuentra el humor. Cuando vemos aparecer por pantalla al ridículo Borat, de ropa desfasada y un aspecto que remite al estilismo más trasnochado, comienza el festival del humor. Todo cuanto acontece mientras el estrafalario segundo mejor periodista de Kazajistan es asumido como la chanza que se hace de un salvaje que no sabe que se dice, que su propia ignorancia le hace decir una serie de barbaridades que serían completamente inadmisibles para el ciudadano medio de un país más civilizado. Ahí empieza nuestro primer problema. No nos reconocemos con él no porque sea diferente, porque el relativismo cultural proteja cualquier clase de diferencia entre él y nosotros, sino porque no queremos vernos reflejado en alguien que es, eminentemente, un deshecho social para nuestros cánones sociales. Si aceptáramos que él no es un otro, que es un igual radicalmente similar a nosotros, tendríamos que aceptar a su vez que su cultura no es una salvaguarda para justificar sus barbaridades y que, de hecho, nos acabamos viendo reflejados en alguna, o incluso en varias, de sus barbaridades.