Más allá de la comprensión sólo queda el vacío de la posibilidad de comprensión
Maniac, de Franck Khalfoun
Si existe un problema connatural al ser humano, ese es el de la disociación. En tanto somos seres humanos no sólo nos definimos cara a los demás a través de una determinada identidad asumida como propia, sino que interactuamos con el mundo como si de un juego extensible e infinito de identidades se tratara; no identificamos las cosas por instinto, sino por los rasgos identitarios que les asociamos a través de la comprensión. Es por eso que cuando una persona deja de ser capaz de asociar las cosas con su utilidad, con su función, con su identidad, le comienza a resultar difícil relacionarse con el mundo. Quizás suene poco problemático dejar de comprender que función tiene, por ejemplo, un edificio. Al menos hasta que nos paramos a pensarlo, pero si no identificamos el concepto «edificio» con la identidad «edificio» lo único que vemos es una mole de piedra aparentemente inanimada con una obscena cantidad de orificios de cristal: bien podría ser un monstruo de infinitos ojos dispuesto a devorarnos, una montaña erosionada por sabrá quién que amenazas de la zona o la guarida de algún extraño ente. En cualquier caso, si no sabemos lo que es, será algo a lo cual aproximarse con cierta aprensión.
Aunque ésto puede parecer extraño, hasta el punto de que aquel que siempre ha tenido una perfecta estabilidad mental sólo podrá producirle cierta gracia por lo inverosímil del hecho mismo —o para ser más exactos, aquel que niegue a la conciencia lo endeble de su comprensión — , es algo que ocurre de forma bastante común en la mente de las personas. La esquizofrenia, la depresión o la ansiedad, también el estrés o ciertos rasgos de la edad, nos pueden llevar hasta ese sólo aparentemente disparatado punto en el cual significado y significante se separan de forma radical: nuestra capacidad de retener la identidad de las cosas es frágil. Y, por extensión, es frágil nuestra propia integridad identitaria.