Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn
Si existe un arte infravalorado aun cuando está ahí de facto como tal, inundando de forma natural toda nuestra existencia —el cual es sólo quizás superado por los adalides de la oratoria, el arte cuyo uso (subconsciente) se da con una mayor naturalidad — , ese es el de la conversación. No debe cabernos duda que no lo es en el sentido que definimos como arte la pintura o la música, pero si es arte como podría serlo la escritura o la filosofía: la conversación es un acto performativo que no necesariamente se da en el hábito de convencer al otro (discusión) ni de informar de hechos particulares (comunicación) tanto como de intentar buscar una verdad interior que no sea comunicable en un discurso unívoco; las conversaciones interesantes son aquellas que sólo pueden suceder cuando se cruzan las mentes de dos personalidades particulares que, en su síntesis, dan lugar a una reflexión por encima de los pensamientos personales de cada uno por separado: la conversación es arte en tanto trasciende la prisión solipsista. El acto dialógico como arte crea un contexto común, fundamenta el mundo que hay en común entre ambos interlocutores, a través del cual no sólo despliegan el mundo sino que lo crean en conjunto. Si el artista es el que expande los límites de lo que se puede conocer, el conversador es entonces el artista que decide trabajar en el seno de las comunidades efímeras del diálogo.
El arte de la conversación, que no necesariamente es reductible al publicitario parasitismo de la entrevista en tanto en ésta un periodista pretende extraer información en una comunicación unidireccional a partir de la cual ni hay ni puede haber ninguna clase de feedback a través del cual construir un pensamiento común, siempre es cultivado por aquellos que dominan las palabras, porque lo que significan éstas depende también de lo que nos sea necesario que signifiquen según los cambios particulares que suceden en nuestro mundo presente