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The Sky Was Pink

en el holocausto de los que caminan encontrareis la política

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El zom­bie co­mo pro­duc­to le­jos de mos­trar sín­to­mas de ago­ta­mien­to, pues ya mos­tra­ba ago­ta­mien­to des­de ha­ce años, es­tá vi­vien­do una pri­me­rí­si­ma se­gun­da ju­ven­tud. Con es­ta fie­bre han sur­gi­do una se­rie de pro­duc­tos de una ca­li­dad al­tí­si­ma si bien siem­pre ba­ña­dos de in­gen­tes can­ti­dad de mier­da. Y es un ho­nor po­der de­cir que el pre­air de The Walking Dead en­tra den­tro de esa exi­gen­te calidad.

Apocalipsis y muer­te, fun­di­do en ne­gro. Policía su­fre una he­ri­da de ba­la por su he­roís­mo y des­pier­ta me­ses des­pués en pleno ho­lo­caus­to. Su fa­mi­lia ha des­apa­re­ci­do. Le ata­ca gen­te sin pier­nas. Le ata­ca gen­te con pier­nas. En nin­guno de los dos ca­sos pa­re­cen es­tar en unas con­di­cio­nes de sa­lud fí­si­ca y men­tal op­ti­mas. Encuentro afor­tu­na­do e ini­cio del via­je del hé­roe, ha­cia Nueva Ítaca, en es­te ca­so, Atlanta. El hé­roe es gi­li­po­llas. Con es­to po­dría­mos re­su­mir muy con­ve­nien­te­men­te el ca­pí­tu­lo y, pro­ba­ble­men­te, los pri­me­ros pa­sos del via­je ini­ciá­ti­co de cual­quier per­so­na­je que se aten­ga al mi­to del hé­roe. Lo de­más es una am­bien­ta­ción fas­ci­nan­te y ate­rra­do­ra. La elec­ción de pla­nos ce­rra­dos y muy cer­ca­nos cau­sa una opre­sión cer­ca­na al es­ti­lo de las pe­lí­cu­las de Rob Zombie. Sumando a la ecua­ción un uso de co­lo­res apa­ga­dos te­ne­mos un re­sul­ta­do ate­rra­dor, des­aso­gan­te, en el que ca­da pa­so por el mun­do pa­re­ce un pa­so más ha­cia una ano­di­na o bru­tal muer­te. La po­si­bi­li­dad de una muer­te apa­ci­ble ni se de­sea. Aunque lo más im­por­tan­te es que nos re­cuer­dan que los zom­bies eran per­so­nas, que los per­so­na­jes son per­so­nas. Aquí no hay ase­si­nos na­tos, no hay de­ci­sio­nes fá­ci­les, no hay un gru­po aco­ge­dor que si­gue a su lí­der sin dis­cu­sión pe­ro sí hay trai­ción, per­di­da y do­lor, mu­cho do­lor. Al fi­nal, los per­so­na­jes no son hé­roes, tie­nen vir­tu­des pe­ro tam­bién de­fec­tos, el úni­co hé­roe de la his­to­ria aca­ba en­ce­rra­do y ven­di­do a su pro­pia so­ber­bia. Si la ὕϐρις (hy­bris) era la vir­tud del rey ho­mé­ri­co aquí es la per­di­ción del hom­bre posmoderno.

Cuando el mun­do se ha ido por el re­tre­te po­co im­por­ta la so­ber­bia (ὕϐρις) que nos arro­ja ha­cia nues­tro des­tino (μοῖρα) que se­rá, por ne­ce­si­dad, la ab­so­lu­ta rui­na. Cuando el cos­mos de­vo­ra el es­pa­cio del hom­bre, cuan­do la ciu­dad, la πόλις se con­vier­te en el li­te­ral cam­po de gue­rra, so­lo pue­des de­pen­der del otro co­mo sal­va­dor. Y en­ton­ces, so­bre­vi­vir, se­rá el me­nor de tus problemas.