Haz lo que yo digo, no lo que yo hago. Sobre «Don Jon» de Joseph Gordon-Levitt
Uno de los defectos capitales de la cultura, arte incluído, ha sido venderse a la industria. Venderse no porque perdiera legitimidad, sino por haber permitido que premiara el discurso clásico del poder sobre cualquier otra consideración: la imbecilidad congénita del consumidor. Partiendo del hecho de que el arte es difícil, requiere interpretación y, por extensión, no todo arte es para todo el mundo, la industria cultural es por sí mismo oximorón; no puede haber nada de cultural en la industria, cuando ésta parte de la idea de la ignorancia, y la necesidad de tal, de los consumidores.
Mi cuerpo, mi casa, mi coche, mi familia, mi iglesia, mis chicas, mis amigos y mi porno. O el de Joseph Gordon-Levitt. Aunque su sinceridad alcance cotas de auténtico espanto en su intención de representar no tanto el paradigma de lo chav, del obrerismo considerado lacra social —con algunas de las reflexiones mejor hiladas contra ese paradigma, especialmente con la declaración orgullosa «me gusta limpiar mi casa» del protagonista; en un tiempo donde todo el mundo se golpeaba el pecho reconociéndose clase media, la consciencia de clase era limpiar la casa — , como los paradigmas de representación de género: porno vs. comedia romántica, Lo Macho vs. Lo Femenino. Su reflexión siempre oscila en la colisión producida en el encuentro entre dos mundos alejados varias galaxias entre sí; no es una búsqueda del particular, de la negación del otro, ni siquiera una síntesis, sino reconocer aquello que hay de común en los universos, sólo en apariencia, ajenos. Su único defecto es el mayor defecto posible: golpearnos en la cara con sus tesis como si de un atún apestoso se tratara. Como si fuéramos imbéciles.