Uno de los defectos capitales de la cultura, arte incluído, ha sido venderse a la industria. Venderse no porque perdiera legitimidad, sino por haber permitido que premiara el discurso clásico del poder sobre cualquier otra consideración: la imbecilidad congénita del consumidor. Partiendo del hecho de que el arte es difícil, requiere interpretación y, por extensión, no todo arte es para todo el mundo, la industria cultural es por sí mismo oximorón; no puede haber nada de cultural en la industria, cuando ésta parte de la idea de la ignorancia, y la necesidad de tal, de los consumidores.
Mi cuerpo, mi casa, mi coche, mi familia, mi iglesia, mis chicas, mis amigos y mi porno. O el de Joseph Gordon-Levitt. Aunque su sinceridad alcance cotas de auténtico espanto en su intención de representar no tanto el paradigma de lo chav, del obrerismo considerado lacra social —con algunas de las reflexiones mejor hiladas contra ese paradigma, especialmente con la declaración orgullosa «me gusta limpiar mi casa» del protagonista; en un tiempo donde todo el mundo se golpeaba el pecho reconociéndose clase media, la consciencia de clase era limpiar la casa — , como los paradigmas de representación de género: porno vs. comedia romántica, Lo Macho vs. Lo Femenino. Su reflexión siempre oscila en la colisión producida en el encuentro entre dos mundos alejados varias galaxias entre sí; no es una búsqueda del particular, de la negación del otro, ni siquiera una síntesis, sino reconocer aquello que hay de común en los universos, sólo en apariencia, ajenos. Su único defecto es el mayor defecto posible: golpearnos en la cara con sus tesis como si de un atún apestoso se tratara. Como si fuéramos imbéciles.
Su función parasitaria es explícita. Como comedia romántica, una comedia romántica inteligente donde la inteligencia es tabú, no se arroga a los discursos de conveniencia que esgrime el género orgulloso como fantasía masturbatoria femenina —cada vez que hablemos de femenino o masculino será no considerando visiones biológicas del mismo, sino como constructos sociales— en tanto «porno sentimental»; para demostrarlo recurre a gozosos detalles experimentales —la conjunción «Scarlett Johansson te exige ser clase media con montaje de escenas porno alternas a su monólogo» hace del medio mensaje: sus exigencias románticas del romance son equivalentes a las exigencias sexuales del porno: ilusorias, narcisistas y unilaterales— que valdrían por sí mismos para transmitir el mensaje. Aunque no sea el caso. Durante una cantidad obscena de ocasiones, Joseph Gordon-Levitt insiste en introducir soliloquios donde nos narra de forma contundente por qué existe distancia cero entre porno y comedia romántica; después de disparar misiles contra las bases enemigas, decide que lo lógico es entrar al asalto con armas de atrezo.
Aunque apunta con bala al corazón de la manipulación de la representación en el capitalismo tardío, aunque acierta con precisión, su necesidad de asegurar tiro desvirtúa cualquier pretensión de transparencia en el discurso. Al explicitar sus intenciones, anula cualquier posibilidad interpretativa: puede ser una crítica al conjunto de las relaciones sociales dentro del sistema, que lo es, pero la visión queda comprometida al ser explicitada de forma tan burda durante el metraje. Al pretender validar sus tesis, las dinamita.
Fantasía masturbatoria, tanto en fondo como en forma, su problema es que cuando debe enfrentarse a las veleidades del sexo opta por el camino que declara inútil: la masturbación compulsiva. Joseph Gordon-Levitt, como director, acaba en exceso enamorado de sí mismo; se masturba como quien se hace el amor, con mimo, con cuidado, declarando voz en grito delante de una cuadrifonía de espejos para poder ver sus vaivenes desde todos sus ángulos: todo cuanto podía haber de sutil, o de placentero, se viene abajo por su narcisismo. Por su necesidad de claridad absoluta; su masturbación por compulsiva, por excesiva, acaba produciendo un gatillazo (interpretativo) que vacía de todo placer al conjunto. Su reflejo es tosco, sus movimientos torpes, sus gestos ridículos. Accidentalmente, sin pretensión de ello, acaba ironizando aquel discurso que se arroga como propio en un movimiento estúpido: la necesidad de convencerse de estarse masturbando, incluso cuando es evidente; considerarse demasiado tonto como para ver lo que es evidente.
Si bien es cierto que lo simbólico no queda anulado, o no por completo, a causa de su torpeza narrativa, tampoco excluye demostrarse como parte del zeitgeist contemporáneo, una inquietud que diferentes autores han pretendido plasmar en la actualidad; la diferencia es que donde The Bling Ring o Spring Breakers fracasaban en lo simbólico, por vacías de contenido —o, en el peor de los casos, ser en lo simbólico glorificación del sistema — , Don Jon triunfa allí donde ellas fracasaban, aun cayendo en la misma tendencia hacia el subrayado. Si bien podría haber sido el reverso romántico de Pain&Gain, quizás la mejor obra actual sobre la perversidad del sistema capitalista, acaba siendo una promesa de aquello que podría haber sido de no arrogarse al lema más repetido del capitalismo «es lo que la gente quiere; son estúpidos como para comprender más allá de lo evident»; el atún podrido como paradigma del discurso del poder contemporáneo.
Su mensaje queda atrás sumergido en las aguas fecales de la sobrexplicación, aunque de otro modo: no sólo no somos clase media, no sólo no existe el sueño americano, sino que aquellos que nos son más próximos nos manipulan para mantenernos cercados en el redil. Tanto amantes como amados, sea amor fraternal o romántico, quedan atados en su mayor parte por visiones esclavistas vendidas como de independencia. Incluso quienes pretenden liberarnos abofeteándonos con unas cuantas verdades; tanto da quedarnos con porno o comedia romántica, con lo desdibujado del sexo o del amor: radiografía preocupante, pues llevan décadas sodomizando nuestros sueños desde la industria cultural y sólo ahora el cine reclama su posición por derecho: la del artista como obrero. Incluso cuando entonces fracasa.
EL cine re-descubriendo que su tarea no es llamar a la chacha, sino limpiar su propia casa, es un paso adelante. Sólo un paso. Hasta que no descubra también que lo explícito y los discursos de conveniencia son los mecanismos del poder, seguiremos inmersos en la misma montaña de mierda que hoy llamamos industria de los sueños.